En las últimas semanas, mientras los humildes mortales andan incómodos, pero solidarios, con esos barbijos a los que tanto cuesta acostumbrarse, y los trabajadores sufren la pérdida de preciosos jornales, y los pequeños comerciantes ven la rapidez con que se les aproxima el final, la televisión muestra escenas impensadas y los diarios relatan hechos indignantes. Cientos de personas amontonadas, con o sin barbijo, unas pegadas a las otras, en una cola para tomar un vuelo chárter que los llevará a otro país, a trabajar por salarios mínimos; filas de ataúdes hasta en las calles; pasillos de hospitales llenos de camas; gráficos con curvas descendentes exhibidos como trofeos, mientras otros muestran curvas ascendentes (mala señal). Esa es la clave muy occidental de que el mundo vive un momento apocalíptico. 

Que Estados Unidos se burle de los acuerdos y disposiciones ecuménicas no es llamativo: la explotación del hombre está en la esencia misma del capitalismo. Por eso, Donald Trump rompió con la OMS, se propuso ahogarla por esa loca idea de anteponer la salud al lucro empresario. Que la Unión Europea (UE) se haya convertido en promotora del trabajo esclavo y aliente la violación de las disposiciones pensadas para preservar la vida humana, eso ya es otra cosa. Sumadas, las acciones y las inacciones de los dueños del mundo muestran que las cuarentenas y los cierres de frontera son tonterías a respetar a medias, y no por todos. Si hasta al pequeño Uruguay se le permite que importe mano de obra barata de Brasil y exporte trabajadores rurales para que esquilen las ovejitas de España (ver aparte).

El 24 de marzo, cuando en la Argentina se homenajeaba a las víctimas de la última masacre militar, en Sioux Fall, una ciudad del estado norteamericano de Dakota del Sur, Ken Sullivan, el súper capo del frigorífico Smithfield Food, intentaba ocultar los inicios de otra mortandad, negando que en la planta se hubiera detectado un brote virósico. “Nuestras instalaciones operan al 100%”, dijo un orgulloso Sullivan. Una semana después la planta ya estaba cerrada. Casi 400 personas de las 3700 de su plantilla, en ese momento el 44% de los infectados de Dakota del Sur, habían contraído el mal, contagiados por aquellos casos iniciales que Sullivan quiso ocultar.

Smithfield, propiedad del WH Group de China –el gigante mundial del negocio porcino–, era a fines de abril el recinto laboral con más alto índice de contagio en Estados Unidos. Sus víctimas de hoy son indocumentados o refugiados llegados desde El Salvador, México, Myanmar, Etiopía, Nepal y Congo, toda mano de obra muy barata y ultra flexibilizada. La empresa china también es propietaria de Fribin y Litera Meat, dos grandes frigoríficos de Binéfar, un municipio de la provincia española de Huesca, en la comunidad nororiental de Aragón. Al igual que Smithfield, la producción de ambos está destinada a China, para satisfacer un mercado ávidamente consumidor de carne de cerdo. Hasta hace seis años el WH Group controlaba Campofrío, el frigorífico español que en tiempos del uno a uno, cuando el país gastaba sus divisas en cualquier cosa, inundó la Argentina con sus jamones y sus chorizos enlatados.

El 9 de abril, cuando las fronteras internas europeas estaban presuntamente selladas, en el aeropuerto rumano de Cluj-Napoca, en el corazón de la Transilvania de ese conde Drácula que nunca existió, 2000 zafreros se amontonaban, con barbijo, sin barbijo o con barbijo mal puesto, para ser de la partida de los primeros de los 18 chárter que durante abril y mayo llevan a 40.000 rumanos a Alemania –Berlín, Baden-Baden, Dusseldorf, Leipzig– para hacer la cosecha de espárragos. La apertura de cielos fue pactada, con la mirada cómplice de la UE, por los gobiernos de ambos países, uno acuciado por las altas tasas de desempleo y el otro necesitado de mano de obra para hacer la tarea, doblados hasta quebrarse la cintura sobre el surco, de la que su gente reniega. Incluso los nazis germanos que ven “extranjeros” hasta abajo de la alfombra, estuvieron de acuerdo en abrir las puertas a la “delincuencia rumana”, como le llaman, pero eso sí, como aclaró el diputado Thomas Ehrhorn, vocero de la ultraderechista Alternativa para Alemania: “Trabajadores, no demandantes de asilo”.

Todo sea en honor de los sagrados espárragos.


MARROQUÍES

España, la antigua proveedora europea de mano de obra barata, demanda ahora lo que los suyos ya no quieren hacer. Este año, el maldito coronavirus pone en riesgo la cosecha de los frutos rojos de Huelva, pero aún confían en poder contar con 9000 braceros marroquíes.