Desde que en octubre del año pasado los chilenos interrumpieron la siesta, la propia y la de sus enemigos internos, muchas cosas cambiaron en el país desgobernado a partir del 11 de setiembre de 1973 –faltan doce días para recordar que hace 47 años América Latina se vistió de luto–, cuando irrumpió una dictadura que una vez terminada dejó gobiernos que poco hablaron de libertades y mucho se ocuparon de perseguir y hostigar a las comunidades mapuches. Hoy, con la designación de ministros de pura madera dictatorial y promoviendo el desarrollo de comandos civiles que cazan indígenas como en los tiempos de la llamada Pacificación de la Araucanía (1861-1883), Sebastián Piñera conduce una nueva fase de las masacres del Sur.

Como en otras etapas de la historia, los mapuches se movilizan en reclamo de sus parcelas ancestrales, recordándole al establishment que a ese casi 10% de la población chilena le usurparon el 95% de su tierra. Esta vez, como en un regreso a tiempos lejanos, la demanda también incluye la liberación de los prisioneros cautivos al cabo de procesos amañados por una Justicia al servicio del extractivismo maderero y mineral, beneficiario de las políticas impuestas por la dictadura y sostenidas en el tiempo por todos, sin excepción, los gobiernos electos que la sucedieron. Agregan otros tres aspectos centrales: mayor representación de las comunidades en el Congreso, creación de un Ministerio Indígena y cumplimiento de las convenciones sobre pueblos originarios.

Ante la invisibilización de este nuevo capítulo del conflicto, casi 30 comuneros distribuidos en cuatro cárceles y conducidos por el machi Celestino Córdova, iniciaron una huelga de hambre hace más de 120 días. A principios de esta semana pasaron del ayuno húmedo al ayuno seco, lo que quiere decir sin ingestión de líquidos, lo que sumado al debilitamiento de sus cuerpos configura un cuadro dramático que puede llevar en cualquier momento al más indeseado de los desenlaces. Y, más aún, después de que el 25 de agosto, 10 guardias de las cuatro cárceles sureñas dieran positivo a los análisis del coronavirus.

La extrema decisión también fue ocultada. Resurgió la solidaridad, con bloqueos carreteros, toma de reparticiones públicas y la formación de una red de mujeres que, en una especie de guerrilla propagandística, ocupan brevemente las plantas locales de las radios nacionales. La última, en Bío Bío, Temuco, donde permanecieron 40 minutos, tiempo suficiente para que los gerentes de la emisora citaran a los corresponsales de los medios de Santiago. Ante ellos, leyeron un texto en el que explicaron las razones de la huelga de hambre: “Exigimos la aplicación del Convenio 169 de la OIT –restitución de tierras y creación de nuestras propias instituciones– y hacemos responsable al Estado por la situación que viven nuestros presos”, dijeron.

El 75% de los chilenos está de acuerdo con la devolución de las tierras a los mapuches y el 79% a favor de una solución política. El racismo se ha hecho visible en las redes sociales, no en las calles, donde durante las grandes movilizaciones iniciadas en octubre pasado la causa mapuche apareció situada a la cabeza de las preocupaciones populares, junto con la reforma constitucional que se plebiscitará el 25 de octubre y con la revisión del sistema de jubilación privada, que ya tuvo un primer capítulo favorable con la restitución del 10% de 
sus ahorros a los trabajadores que estaban obligados, desde tiempos de la dictadura, a volcar sus aportes a las administradoras privadas de fondos de pensión.

Piñera no leyó las encuestas ni escuchó el clamor popular. A las huelgas de sus presos –a las que solidariamente se sumaron los presos comunes–, a los gestos de acompañamiento y a la ingeniosa red de las mujeres de las comunidades, sólo atinó a responder con más represión. A la brutalidad de los Carabineros sumó la promoción de las Asociaciones de Paz y Reconciliación en la Araucanía (APRA), grupos paramilitares integrados por los usurpadores de las tierras y las policías privadas de las mineras y de las madereras, cuya última misión fue linchar a los familiares que ocupaban cuatro municipios araucanos.

Para Piñera, no todos los presos son iguales. A un tercio de la población penal (13.321 en un total de 39.677 reclusos) se le concedió una forma de conmutación de penas por la que desde el 18 de marzo el Estado empezó a otorgar libertades. Entre ellos no hay ni un solo mapuche. Sin embargo, el presidente ordenó la liberación del carabinero Carlos Alarcón Molina –asesino en 2018 de Camilo, el nieto del lonko (líder) Juan Catrillanca– y nombró en el Ministerio del Interior a Víctor Pérez Varela, organizador de las APRA y antiguo interventor de Los Ángeles, en Bío Bío, puesto allí por Pinochet entre 1981 y 1987. Piñera sigue a sus antecesores “democráticos” e ignora que el Sur sigue siendo tierra de mapuches, que están allí desde que el Sol iluminó la Tierra por primera vez.

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(Foto: AFP)

Una siniestra campaña con la imagen de Pinochet

Cuando en 2009 Sebastián Piñera fue electo por primera vez, los chilenos sabían muy bien con quién se estaban metiendo, y mucho más todavía cuando fue electo para el segundo mandato, este que está cumpliendo. Con Piñera y el voto soberano, Chile se sumó a la ola suicida que revalidó a la ultraderecha y empezó a coquetear con el abandono de las formas democráticas de convivencia. En octubre del año pasado la sociedad dijo basta y ganó las calles. Para el gobierno fue un golpe duro, pero Piñera volvió a refugiarse en su esencia y hoy, con ministros que también lo fueron del dictador Augusto Pinochet y con pinochetistas que lo admiran, el fascismo vuelve a la vida de todos los días.

Una crónica periodística advirtió, días atrás, que por estas horas se vuelven a ver por todo Chile miles de imágenes de Pinochet con comentarios que exaltan la fidelidad con la “causa fascista”, abogando por la “muerte al marxismo”, a favor de un pinochetazo de ciudadanos “patriotas que defendemos su legado”, reclamando que vuelva El Tata a la casa, la oficina, los libros, las plazas y “que nadie se atreva a censurarnos”. Algunos agregan que los males actuales vienen de “haber admitido el regreso de la izquierda narcocomunista”. La campaña no vive sólo en las redes, la imagen de Pinochet se vio en el Congreso y se ve en las plazas y en los medios. “Se podría hablar de la desinhibición moral del fascismo”, dice la crónica.

“Las campañas de odio y la cruzada que enaltece a Pinochet con actos de nostalgia golpista, son hechos que pueden desatar un clima de odio que permitiría justificar el establecimiento del estado de sitio”, dijo la presidenta de la Central Única de Trabajadores, Bárbara

Figueroa, en un diálogo con la revista uruguaya Caras y Caretas. Figueroa, primera mujer que conduce una central sindical, agregó que “no sólo en Chile, sino en la región, vemos que la ultraderecha está más comprometida en la defensa de los intereses del empresariado que con las necesidades de los trabajadores. Enfrentaron mal la pandemia y aquí, en Chile, ponen en riesgo la democracia con tal de mantener las políticas neoliberales”.