Cuando el ex primer ministro israelí Yitzhak Rabin fue asesinado por un terrorista judío el 4/11/95 en venganza por la firma en septiembre de 1993 de los Acuerdos de Oslo con Yasser Arafat, en presencia de Bill Clinton, Israel comenzaba una frenética carrera por capturar tierras palestinas en la Ribera Occidental (Cisjordania), promoviendo y financiando la implantación de nuevas colonias judías, con la finalidad de cortar la continuidad territorial palestina y aplicar la tesis de que no son tierras de los habitantes originarios árabes,  sino territorios en disputa.

Más allá de las críticas de la comunidad internacional al avance israelí sobre tierras del otro lado de la denominada Línea Verde –toda la Ribera Occidental y la parte oriental de Jerusalén, donde viven millones de palestinos– ni la ONU, ni ninguna potencia central dictó medidas coercitivas de represalia para condenar la anexión que Israel llevaba adelante, expandiendo de forma permanente sus propios límites territoriales. Recordemos: esa comunidad internacional, personificada en la ONU, creó un Estado de Israel independiente y soberano, y para el pueblo palestino creó una oficina de refugiados.

La evolución de la propia sociedad israelí, a partir de la ocupación militar de la totalidad del territorio de la Palestina histórica, está signada por un progresivo proceso de alienación ante el drama que vive el pueblo palestino de modo cotidiano. Ahí radica el éxito de la ideología imperante. El proceso de “normalización” de la ocupación se afronta en general con apatía e indiferencia y se vive casi como algo natural, negando, por ende, la categoría de iguales a un pueblo que exhibió los títulos necesarios –desde la legalidad y la legitimidad– para ejercer su derecho a la libre autodeterminación, en apego al Derecho Internacional y a la Declaración Universal de los DD HH. Es la no-concesión de la otredad. Tan es así, que la Ribera Occidental en el lenguaje israelí es denominada como Judea y Samaria, otorgando al proyecto colonial sionista la dimensión de un mandato divino donde Dios ejerce como agente inmobiliario y la Biblia como un título de propiedad.

Si a esta opresión le agregamos la entrada en escena de Trump, tenemos la tormenta perfecta. Porque a partir de su reconocimiento de Jerusalén como capital israelí, atropellando la ley internacional, comienza a desatarse una cadena de hechos que tienen su desembocadura en el mal llamado Acuerdo del Siglo, pergeñado por el yerno presidencial de EE UU y del que Palestina ni siquiera ha sido partícipe, y en el consiguiente proceso de anexión en ciernes.

El mundo debe frenar esta locura. Si ellos crearon el problema de origen, deben aportar las soluciones. Es hora de que actúen. Palestina merece vivir como cualquier país normal.