El último lunes, 105 de los 130 diputados del Congreso unicameral de Perú decidieron que Martín Vizcarra, hasta ese día presidente del país, estaba “moralmente incapacitado” para seguir en el cargo. La causal invocada no es legalmente válida, pero sí lo suficientemente impactante como para hacerle pensar al mundo que en esa cueva de delincuentes se acababa de librar una épica batalla en defensa de las libertades. Que Vizcarra no es un santo,  basta con recordar su servil disposición para bloquear a Venezuela. Que el Congreso es una madriguera, basta con repasar que en ese club de marginales –ladrones, genocidas, asesinos, narcotraficantes, negociantes de todas las calañas– sólo sacan patente de pertenencia aquellos que necesitan fueros para guarecerse de las inclemencias de la Justicia.

En setiembre pasado, dos meses atrás, Vizcarra había recibido una primera embestida como esta que ahora acabó con él, pero aquella vez la cola de paja hizo que, a último momento, muchos desistieran de cortarle la cabeza. Ahora, como antes, le pasaron la cuenta por impulsar una reforma política que impide la postulación –y con la elección vienen los fueros– de todo el que esté sentenciado en primera instancia, y que limitaría el ingreso al aparato del Estado de las jaurías que siempre lo han manejado. Pero, además, en un cuerpo en el que pululan los negociantes de la educación, no toleraron que un defensor de la enseñanza pública, como Vizcarra, estuviera impulsando una reforma que dejaría la gestión de las universidades privadas –las universidades “bamba”, truchas– bajo control estatal.

A Vizcarra lo reemplazó Manuel Merino –munido de un letal equipo de ultraconservadores y fascistas–, hasta el lunes 9 presidente del Congreso. Sólo 24 horas fueron suficientes para que quedaran en evidencia las reales motivaciones que llevaron a los diputados a atentar contra el país para defender sus intereses personales. Lo derrocaron el lunes, y el martes, antes de que asumiera Merino, Alianza para el Progreso ya pedía que se les diera una segunda oportunidad a las universidades cuyos planes de estudio habían sido rechazados por las autoridades. Y el miércoles, el fascista Unión por el Perú reclamaba que, de una u otra forma, indulto o amnistía, el ex coronel Antauro Humala fuera liberado. Y los fujimoristas de Fuerza Popular pedían que el favor fuera extensivo a Keiko Fujimori y otros seguidores del ex dictador que están presos o a la espera de una condena.

La incapacidad moral de Vizcarra fue pedida por una muchachada digna de terror. Entre otros, por el ex procurador Edgar Alarcón (39 procesos y una condena de 12 años por corrupción), José Luna hijo (narcotraficante implicado en los sobornos de Odebrecht), Daniel Urresti (general de brigada procesado por asesinatos en serie contra la población de Ayacucho durante la sangrienta campaña de exterminio de Sendero Luminoso) y José Luna padre y César Acuña (los más grandes negociantes de la educación). Y Merino, claro está, un personaje de segunda línea del otrora socialcristiano Acción Popular, que en la ocasión paga el favor de su designación actuando como mandadero de muchos de sus pares, 23 diputados hambrientos de fueros que en su mayoría están con la soga judicial al cuello.

Llamativamente, ningún gobierno americano o europeo –elogiadores consuetudinarios de Vizcarra por su papel como líder del Grupo de Lima, la oficina montada por la derecha global para agredir a Venezuela– tuvo la curiosidad de preguntarse, por qué el Congreso avanzó hacia la vacancia presidencial cuando tenía un pobre escenario a la vista. Algunos de esos actores hablaron, es cierto, para repetir en forma casi calcada que confían en que “el proceso político seguirá su curso a través de los canales propios del estado de derecho y el régimen democrático”. Aunque no se lo crea, esa fue, textual, la fórmula de compromiso redactada por Uruguay y copiada luego por varios países de la región. Estados Unidos no habló y el secretario de la OEA, Luis Almagro, sorprendió diciendo que no le “compete pronunciarme sobre la legalidad y legitimidad de las decisiones institucionales tomadas”.

Cuál era el escenario en el que golpeó el Congreso. Las elecciones ya estaban convocadas para el 11/4/2021, el país se debate en medio de una devastadora crisis económica y la situación sanitaria es de máxima gravedad (casi un millón de contagiados de coronavirus y más de 35 mil muertos). Y, amigos como son del formulismo –no pudieron agregar ni un solo argumento a las supuestas causales destituyentes de setiembre– se aferraron a la inconstitucional figura de la “incapacidad moral permanente”. La salida más sensata era esperar a que Vizcarra terminara su mandato el 28/7/2021, y luego juzgarlo. En cambio, primó la unión de pequeños y pequeñísimos intereses, comenzando por el de Merino.

La Constitución detalla en su artículo 115 cómo es la sucesión presidencial, y dice que el mandatario sólo puede ser cesado por traición a la patria, abandono del país o impedir la celebración de elecciones. Nada de eso le cabe a Vizcarra. Los congresistas forzaron la ambigua figura de las “incapacidad moral”, para llevarla a “incapacidad mental”, que esa fue, en el siglo XIX,  la verdadera intención del constituyente. A la inconstitucionalidad dictada por los expertos se sumó la opinión de los principales candidatos para abril de 2021. El ex mandatario Ollanta Humala, la progresista Verónika Mendoza, el centrista Julio Guzmán y el derechista George Forsyth coincidieron en que el país ha sido víctima de una farsa grotesca llamada golpe de Estado.