En 1843, Soren Kierkegaard publica –bajo el seudónimo Johannes de Silentius– un libro de filosofía llamado Temor y temblor. Con ese título para esta reflexión, decidimos evocar lo individual y lo general, las normas y la fe, lo absoluto y lo absurdo, que son los temas estructurantes de la obra.

Comencemos por el temblor.

Toda escenificación de la naturaleza desencadenada reduce la humanidad a una importancia menor de la que pregona y practica: son los huracanes, los tsunamis, los volcanes en erupción, las tormentas eléctricas. Y también los terremotos.

El llamado «creciente fértil», arco que va desde el Tigris y el Éufrates hasta el Nilo, es cuna de civilizaciones: agricultura, ganadería y cerveza desde la antigüedad. Desde el fondo de los tiempos nos vienen relatos: centenares de cataclismos que hundieron islas, destruyeron ciudades y amenazaron la cohesión política.

Por eso los emperadores romanos Augusto (63 AC – 14 DC) y Trajano (53-117) prohibieron los edificios de más de 20 metros. Como no podían atacar las causas, al menos actuaron sobre las consecuencias. Queda en la historia el terremoto que destruyó Antioquía en 526, con un saldo que fue estimado entre 250.000 a 50.000 fallecidos. Hoy esa ciudad tiene por nombre Antakya, está en Turquía cerca de la frontera siria, a poca distancia del terremoto del 6 de febrero que dejó más de 40.000 muertos.

Todo desastre natural adquiere una dimensión social. La búsqueda entre los escombros, la distribución de ayuda a los sobrevivientes, el restablecimiento de la vida cotidiana –al menos en las formas- pasan a ser cuestiones políticas. El gobierno turco ha arrestado más de un centenar de constructores, acusados de no respetar las reglas antisísmicas –como la altura– y ahorrar en materiales de los edificios, cuya mayor endeblez los expuso a la destrucción inmediata. Como en toda situación excepcional, empieza la búsqueda de responsables y castigo a los saqueadores. En este caso por el uso de tarjetas de crédito o de los documentos de identidad de las víctimas (en toda devastación hay una oportunidad, dicen). No es tiempo de fragilidad.

Para Siria, los problemas de asistencia médica, alimentaria y techo tienen responsables claros. Son los Estados Unidos y los países de la Unión Europea los que dificultan o imposibilitan la llegada de ayuda humanitaria, al negar el levantamiento del bloqueo que sufre Siria. Para el 17 de febrero, los 150 aviones con ayuda vinieron en su mayoría de los Emiratos Árabes Unidos, de Irak, de Irán, de Argelia, de Omán, de Egipto, Jordania, Rusia y China. Además, tropas de Estados Unidos, del Reino Unido y de aliados locales –no siempre presentables– ocupan (sin mandato de Naciones Unidas) la mayor parte del territorio sirio que contiene agua, trigo, gas y petróleo. Con cierta ironía, un periodista chino escribió en el China Times que «syrian lives matters».

Pasemos al temor.

En la perspectiva que le pedimos prestada a Kierkegaard, el temor no nace de lo desconocido, sino de lo demasiado previsible. En un mundo en guerra que devasta territorios políticos en conflicto, establece una partición de aguas ideológica, etiqueta quién es «bueno» o «malo» sobre la base de prejuicios morales o de intereses económicos, no parece tranquilizador que el occidente colectivo confunda su individualidad con el interés general, las normas con la propia fe, la apropiación de recursos naturales como un absoluto.

Nos quedará el absurdo, como decía el gran danés, para sentir, pensar y combatir por una imposible esperanza. A eso lo llamaba libertad.