Yalta es una ciudad costera en Crimea, famosa porque allí, en febrero de 1945, Josip Stalin, Franklin D. Roosevelt y Winston Churchill se reunieron para ultimar detalles sobre el reparto del mundo tras la inminente derrota del nazismo, cosa que ocurriría un par de meses más tarde. Pasó mucha agua por esos mares en 73 años hasta que este lunes, en Helsinki, la capital finlandesa, Vladimir Putin y Donald Trump se vean las caras en lo que para el presidente estadounidense puede ser un Yalta 2, al que rechazan en cadena los aliados y el propio establishment de su país.

Será la tercera vez que el mandatario ruso y el inquilino de la Casa Blanca se encuentran. La primera fue en Hamburgo, hace justo un año, en la cumbre del G20. La segunda fue en Vietnam, en noviembre pasado, cuando el Foro de Cooperación Económica Asia-Pacífico. En ambas ocasiones, el revuelo político fue enorme y se entiende: Putin figura en los puestos más altos del ranking de enemigos de Occidente. Cualquiera que pretenda una cercanía con el líder ruso corre el riesgo de terminar embadurnado en lodo.

Es lo que le viene ocurriendo a Trump desde su campaña para la presidencia, cuando preanunciaba que quería sentarse con el ocupante del Kremlin para «arreglar los problemas del mundo». De allí la acusación de que agentes rusos colaboraron con su candidatura para derrotar a Hillary Clinton en noviembre de 2016 hackeando mails de la ex secretaria de Estado de Barack Obama.

Desde que Trump tomó el cargo, se profundizó una investigación del FBI y justo este viernes, a horas de la cumbre de Helsinki, el fiscal especial Robert Mueller imputó a 12 funcionarios de inteligencia rusos por un presunto ciberataque contra el Comité Nacional del Partido Demócrata.

Según Rod Rossenstein, el fiscal adjunto, los acusados integraron dos unidades del Departamento Central de Inteligencia (GRU por sus siglas en ruso), el servicio de espionaje exterior creado hace un siglo por los líderes de la Revolución de Octubre. El funcionario dijo que Trump estaba al tanto del anuncio. Sin embargo es vox populi la enemistad entre el titular de esa oficina, Mueller, y Trump, que intentó echarlo sin éxito. De modo que el anuncio sale justo para empiojar la reunión de mañana.

Al mismo tiempo, en otra señal de coordinación al menos sospechable, las autoridades británicas informaron que la policía encontró una botella con un producto neuroparalizante en la vivienda de Amesbury donde una pareja había sido envenenada hace once días.

Como publicó Tiempo el domingo pasado, Dawn Sturgess y Charlie Rowley habían sido ingresados el 30 de junio al hospital de Salisbury con signos de sobredosis de heroína. Cuatro días más tarde el gobierno dijo que se habían envenenado con Novichok, un agente nervioso desarrollado en la Unión Soviética con el que en marzo, en ese mismo distrito, se habían envenenado el ex espía ruso Sergei Skripall y su hija Yulia.

Para la primera ministra Theresa May, en los dos casos fue una acción realizada por Rusia, aunque sin motivos claros. Ahora, el miércoles 11 parece que descubrieron la botellita que un amigo de Sturgess y Rowley dijo una semana antes que habían encontrado en la calle. Y lo informaron justo el viernes, cuando Trump hacía una visita al Reino Unido y esperaba tomar el té con la reina Isabel II.

Trump había estado con May, a la que entre otras cosas le explicó que no había dicho lo que un diario inglés dijo que había dicho sobre el Brexit (ver aparte). Los modos de Trump, que tanto incomodan a la prensa, no son nada en comparación con las movidas que en política internacional viene desarrollando desde que está en el gobierno.

El comunicado oficial dice que con la jefa de Estado británica hablaron de cómo seguirá de aquí en más la relación con el principal aliado de Estados Unidos desde las dos guerras mundiales, de lo que dejó la cumbre de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) del jueves y también de lo que se conversaría con Putin el lunes.

La «gira» de Trump por Bruselas dejó su estela. En ese tono desafiante que se le conoce, conminó a sus colegas europeos a que aumentaran sus presupuestos de defensa para que no sea EE UU el que haga el gasto militar en la OTAN.

Esa organización fue creada en la Guerra Fría para enfrentar a la Unión Soviética y el bloque socialista en Europa Oriental. Tras la caída de la URSS, fue usada en los conflictos en los Balcanes, Afganistán e Irak, aunque siempre con la voz cantante del Pentágono. Ahora, su mira está puesta en rodear militarmente a Rusia.

Trump se volvió a quejar y exigió elevar el presupuesto de defensa al 4% del PBI, algo que incomodó a la dirigencia europea. Trump también estaba incómodo con la presencia de representantes de dos ex repúblicas soviéticas, Georgia y Ucrania, que están en la lista de espera para entrar a la OTAN.

Tuvo entreveros con todos los líderes presentes, que en sordina deslizan su rechazo al acercamiento a Putin. En ese clima le dijo a Angela Merkel que su país sí que era dependiente de Moscú. «¿Para qué sirve la OTAN si Alemania está pagando miles de millones de dólares a Rusia por el gas y la energía?». El acuerdo al que se llegó implica un 2% para defensa. No es lo que pretendía, pero es mucho más de lo que hubieran aceptado en otras condiciones.

El polémico empresario viene jugando fuerte en política exterior, lo que desencaja a sus opositores. El cónclave con el líder Norcoreano Kim Jong-un fue una sorpresa y puede llevar a la desnuclearización de la península coreana. La guerra comercial con China se da mientras mantiene buenas relaciones personales con Xi Jinping. Y la cumbre con Putin habla de que Trump reconoce el mundo multipolar en el que debe alternar golpes en la mesa con gestos amistosos para un nuevo reparto del poder. Aunque para ello debe lidiar con la entente estatal-mediático-militar. «Es muy difícil hacer algo con Rusia. Cualquier cosa que hagas, siempre va a ser, ‘Oh, Rusia, él ama a Rusia»’, declaró en Londres. «Amo a Estados Unidos», continuó, «pero me encanta llevarme bien con Rusia, China y otros países». «