Los textos escolares definen el surgimiento de los nacionalismos como el período de consolidación de los Estados burgueses tras la Revolución Francesa. Fue cuando se unificaron la nación italiana (1861) y poco después la alemana (1871), aunque bajo monarquías imperiales. Se cuenta que la Primera Guerra Mundial fue la tumba de los últimos Estados multinacionales, como el Imperio Otomano, el Austrohúngaro y el Zarista.

Entreguerras, el fascismo y el nazismo fueron intentos por mantener la cohesión en sociedades dispersas bajo Estados fuertemente represivos que dibujaban dentro de un círculo de tiza los límites de la nacionalidad. Quedaban afuera y por lo tanto era lícito perseguir a comunidades “exóticas”, como judíos, gitanos y hasta homosexuales.

La caída de la Unión Soviética también fue la desarticulación de un Estado que cobijaba a varias naciones, etnias, repúblicas, cuando no religiones. También en 1991, la cruenta disgregación de Yugoslavia –ese experimento de juntar a serbios, croatas y eslovenos bajo una nación de Eslavos del Sur en los Balcanes– preanunció lo difícil que sería mantener la unidad de los Estados nacionales en el nuevo orden mundial. Los británicos lo padecen con los ímpetus separatistas de los escoceses. 

En los últimos años, desde Europa y Estados Unidos vienen creciendo grupos ultraderechistas que comparten aquellos fundamentos, aunque ahora los enemigos de la “pureza” son africanos, árabes, hispanos, ajenos que con el tiempo fueron “contaminando” a los propios por la “laxitud” de los gobiernos.

Partidos ultranacionalistas proliferan en Francia, España, Italia, Alemania. En EE UU nunca dejó de tener vigencia el Ku Klux Klan. En el caso español, junto con la emergencia de grupos franquistas como Vox, se extendía el independentismo catalán. El Estado español respondió con violencia para abortar el referéndum del 1 de octubre de 2017.

Los catalanes aspiran a ampliar su soberanía desde siempre. Entre los más aguerridos defensores de la Segunda República, fueron tratados con particular saña por la dictadura tras la guerra civil. De una forma más sutil, en 2010 el Tribunal Constitucional anuló sin más el Estatuto de Autonomía votado por la ciudadanía. La enseñanza en idioma catalán es una de sus reivindicaciones históricas.

La guerra en Ucrania tiene bastantes de estos componentes. Para Vladimir Putin, esa región, conocida por siglos como Rutenia, es un invento de Lenin, que en 1922 le dio entidad en la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Es curioso que tres líderes de la URSS que tuvieron fuerte influencia en el destino de Ucrania no hayan sido rusos. Stalin era nacido en Georgia; Nikita Jruschev –que incorporó Crimea a la República de Ucrania en 1954– era ucraniano de una aldea fronteriza que hoy día forma parte de Rusia; Leonid Brezhnev, que gobernó la URSS entre 1966 y 1982, era nativo de Kamenskoïe, en Dnipropietrvosk.

Con el golpe de febrero de 2014, descollaron grupos neonazis en la nueva dirigencia de Kiev, sobre todo en las fuerzas armadas. Y arreciaron denuncias sobre matanzas y persecuciones en la región del Donbass, cuya población se define como de etnia rusa. Declararon su independencia las repúblicas de Dontesk y Lugansk en mayo en ese año. No tenían cabida en la nueva administración y avizoraban su eliminación física. Aparte de los hechos de violencia cotidiana, tenían el antecedente de las “limpiezas étnicas” en los Balcanes. En marzo, Crimea había votado su independencia y fue reincorporada a Rusia.

En julio del año pasado la Rada, el parlamento ucraniano, aprobó una ley que delimita cuáles son los pueblos originarios que configuran la nación ucraniana y cuáles son sus derechos. Puede consultarse acá: <https://zakon.rada.gov.ua/laws/show/1616-20#Text>. El traductor de Google ayuda a entender de qué se trata.

El artículo 1 define a “los pueblos originarios de Ucrania” como una comunidad étnica “autoconsciente” que es “portadora de la lengua y cultura originales”. Determina luego que esos pueblos son “tártaros, judíos caraítas y tártaros de Crimea”. Deja afuera a eslavos y rusoparlantes, a los que impide el uso de su idioma.

Dicen los españoles más sensatos que si en 2017 no estalló una nueva guerra civil fue porque la Unión Europea no aceptó el desmembramiento de España. También, podría pensarse, porque ninguna potencia exterior apoyó con armas y recursos a los rebeldes (Cataluña en este caso), como en 1936 el nazismo había hecho con Francisco Franco. O como la Otan hizo en Yugoslavia, Libia, Siria y ahora está haciendo en Ucrania.

Un arreglo civilizado en España sería copiar la Constitución boliviana de 2009, que definió al país como un Estado Plurinacional y reconoció la existencia de 36 naciones diversas. Algo así quedará plasmado en la nueva Constitución chilena.

Los Acuerdos de Minsk de 2014 y 2015, firmados por Ucrania, Alemania, Francia y Rusia, establecían una solución similar para el conflicto en esa región. Pero Kiev nunca los respetó. Dice que fue obligado a firmar bajo presión, y como solo se quejó Rusia… «