Ucrania es uno de los países con más emigrantes alrededor del mundo. Hay casi seis millones de ucranianos, especialmente en Estados Unidos, en Canadá, en distintos países de Europa y también en Argentina, donde se estima que hay 400.000, entre migrantes y descendientes, que habitan este suelo –sobre todo en el Norte–, al que empezaron a llegar a consecuencia de las diásporas atravesadas.

A la par de distintos acontecimientos al otro lado del Atlántico, se registran cuatro corrientes migratorias de ucranianos a la Argentina: entre 1897 y 1914; 1920 y 1939; 1946 y 1960; y, la última, desde 1994 hasta la actualidad. “La mitad de la comunidad en el país reside en las provincias de Misiones y Chaco; la otra mitad, en el Conurbano bonaerense y en la Ciudad de Buenos Aires, pero también hay pequeñas comunidades en Córdoba, Neuquén y Mendoza. Estamos por todos lados”, resume a Tiempo el arquitecto Jorge Danylyszyn, presidente de la Asociación Ucraniana de Cultura Prosvita.

La colectividad ucraniana en Argentina se remonta a fines del siglo XIX, y se posiciona como la séptima diáspora ucraniana a nivel mundial. La primera migración organizada tuvo lugar en la ciudad de Apóstoles, en Misiones, donde se dedicaron especialmente a la agricultura, por ejemplo en el sector yerbatero. De hecho, los fundadores y propietarios de las empresas productoras de yerba mate «Rosamonte» eran ucranianos.

Cuando se les pregunta referentes de la comunidad, surgen nombres reconocicos como el bioquímico y ganador del Nobel de Medicina, César Milstein; la pianista Marta Argerich; el folclorista Horacio «Chango» Spasiuk; la poetisa Alejandra Pizarnik; el escritor César Tiempo; y el luthier Marcos Mundstock.

La colectividad fue pionera hace casi un siglo en el impulso del cooperativismo en nuestro país. Pero no se trató de la única innovación. Stepan Mandzi, uno de los miembros de la colectividad en Argentina, editó en 1930 el primer «Diccionario ucraniano-español y español-ucraniano» del mundo. Alberto Lysy, un violinista hijo de inmigrantes ucranios, creó en 1965 la Camerata Bariloche, reconocida internacionalmente.

Tienen una curiosa tradición: el arte de escribir huevos con distintos símbolos. Una tarea que demanda entre ocho y diez horas de trabajo.

Jorge tiene 66 años, sus padres llegaron hace poco menos de un siglo. Más allá de la distancia, y a pesar de haber estado apenas tres veces en Ucrania, siempre reivindicó sus raíces y siguió los pasos de su padre, quien también estuvo al frente de la institución que hoy él preside. Fue fundada en 1924 y su sede central se encuentra en Soler 5039, en el barrio porteño de Palermo, aunque tienen filiales a lo largo y ancho del país, donde se multiplica la cultura ucraniana, que trajo a nuestro país platos típicos como la sopa Borsch, el Holubtsi y la torta Medivnyk..

“Queremos seguir con el legado familiar, con nuestras tradiciones, el folclore, popularizar la cultura de nuestro pueblo que tiene un montón de cosas positivas para sumarle a los argentinos”, añade Jorge. Recuerda cuando pudo volver a la tierra de sus ancestros recién tras la independencia en 1991. Cuenta que antes “una persona que había nacido en Ucrania y quería retornar a su aldea natal tenía que pedir un permiso especial y si iba a visitar otra ciudad y no tenía autorización, era retenida por la policía”.

Jorge reconoce que millones de rusos y ucranianos conviven en armonía. Destaca que en Rusia representan una de las minorías más importantes y habla de la «angustia» que está atravesando la comunidad ucraniana en el extranjero. La comunicación con los familiares que se encuentran en la zona de guerra lo retrotrajo a otros tiempos: “muchos de nuestros seres queridos dejaron de hablar con nosotros porque temen represalias”.

“Ucrania comprendió que tarde o temprano esto iba a suceder”, esgrime Jorge. “Hasta ahora Ucrania ha recibido apoyo por parte de otros países solo de palabra –se lamenta–. La sociedad internacional no ha tomado conciencia de lo que implican estos acontecimientos. No puedo hacer futurología. No sé en qué terminará todo esto. Lo único que sé es que nuestra ambición como seres humanos es que podamos vivir en paz».   «