El congelamiento de la mayor parte de las actividades sociales habituales en casi todo el planeta tiene un efecto particularmente distorsivo sobre nuestra noción del tiempo. Eventos que ocurrieron hace muy poco tiempo se vuelven ilusoriamente lejanos por haber ocurrido antes de la pandemia de Covid-19.

El Brexit es uno de ellos. En este caso, la paradoja temporal es más aguda todavía, porque lo que ocurrió el 31 de enero fue tan sólo la separación política del Reino Unido y la Unión Europea. En la era “después del Covid-19” todavía esperamos que se produzca la separación comercial y aduanera. La fecha fijada es el 31 de diciembre, pero la UE y los británicos tienen hasta el 30 de junio para decidir una extensión de ese plazo. Esta posibilidad, incluida en el Acuerdo de Retirada, era para Bruselas una opción para facilitar un divorcio lo menos traumático posible. Por el contrario, Londres la está usando ahora para intentar extraer concesiones imposibles: antes de la ronda bilateral de abril anunció que rechazaría la extensión.

La posición del gobierno de Boris Johnson en las negociaciones se parece más a la de un político en campaña que a la de un responsable de gobierno que trata de alcanzar un acuerdo: si algo no se le puede achacar es falta de consistencia. El Reino Unido pretende un acuerdo comercial más ventajoso para las empresas del Reino Unido que si el país siguiera integrando la UE: acceso sin barreras al mercado continental y alivio en los estándares sociales y ambientales para producir los bienes que seguiría exportando.

Esa pretensión es la que tiene trabadas las negociaciones. La negativa británica a acordar una cancha de juego nivelada para las nuevas relaciones comerciales es la que llevó el viernes pasado al negociador de la UE, el ex-ministro francés Michel Barnier, a repetir lo que había dicho tres semanas antes, al finalizar la rueda anterior de negociaciones: no avanzamos nada.

Como durante la despiadada campaña electoral previa al referéndum británico de 2016, la brújula de los conservadores británicos apunta en una dirección precisa: desembarazar al capital invertido en las islas del corsé de las normas europeas hijas del consenso socialdemócrata previo al neoliberalismo y de las tesis ecologistas que fueron siendo aceptadas desde el auge del movimiento pacifista europeo de los años ’80. Aun si esas normas no ponen en cuestión el sólido consenso neoliberal del que Alemania es garante aguerrida, son más de lo que los Tories radicalizados de Johnson están dispuestos a digerir.

Hace pocos días, el despeinado jefe de gobierno británico le confesó a The Sun que llegó a resignarse a morir durante su reciente paso por el hospital público. Esa experiencia vital, que sin duda habrá dejado marcas en él, no se ha traducido sin embargo en un “nuevo” Boris Johnson en política doméstica. Del mismo modo, la conciencia de la penuria económica que se sufre y se habrá de continuar sufriendo a ambos lados del Canal de la Mancha tampoco ha afectado la postura británica frente a la división de bienes con la UE.

* Coordinador del Programa de Política Internacional del Laboratorio de Políticas Públicas.