Hipólito Yrigoyen instruyó al ministro de Relaciones Exteriores, Honorio Pueyrredón, para que apoyase la creación de la Sociedad de las Naciones. Fue hace un poco más de cien años (en 1920), luego de la Primera Guerra Mundial.

En efecto, después de cuatro años de conflicto y casi veinte millones de muertos, pareció que el momento había llegado para conformar una organización internacional donde los países pudieran resolver sus diferencias. Estaba la creación de un tribunal internacional, la posibilidad de arbitrajes, y sobre todo contar con un ámbito de discusión política para prevenir conflictos entre naciones. Eran argumentos suficientes para que la Argentina sostuviera tal proyecto.

Eso sí, dijo Yrigoyen, todos los Estados soberanos que quieran pueden ser miembros de la Sociedad de las Naciones, en igualdad de condiciones. Esto no agradó a Francia ni al Reino Unido, vencedores de la contienda, que rechazaban la entrada de Alemania a esta nueva institución, ya que era el país vencido. Tal pretensión de continuar la guerra en la paz con instrumentos internacionales hizo que la Argentina se retirara. Lo integraría más tarde, durante la presidencia fraudulenta de Justo, poco proclive a la igualdad.

La suspensión de la Federación Rusa del Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas fue menos unánime que lo esperado por occidente. Sirve para constatar quiénes están “del lado correcto de la historia” según el concepto de Washington, y quienes (en teoría) no.

Es un resultado que permitirá a los medios de comunicación dominantes desarrollar aún más su propaganda de guerra; es otra prueba de fidelidad al dogma atlantista, que occidente pedirá cada vez más y sobre cualquier tema.

En ese contexto, la votación argentina es un error.

Sin la participación de todas las partes involucradas en un determinado problema, la discusión política es imposible. Inhabilitar a Rusia para que tenga que decir lo que quiera y escuchar lo que venga debilita la propia estructura de Naciones Unidas. Desaparecen así las posibilidades de una negociación.

Al menos una abstención, con México y Brasil, fortalecía una posición con países con los que tenemos un destino común. Votar en disidencia de ellos nos debilita como entidad latinoamericana. Hubiese permitido la exigencia de una comisión internacional neutra para examinar los estragos sobre civiles y prisioneros de guerra en la actual situación.

Tampoco puede olvidarse en abril (el mes más cruel según T. S. Elliot) que una parte de nuestro territorio nacional está ocupado por una potencia extranjera que pertenece a la OTAN. Esa debe ser nuestra preocupación en materia de política exterior, sobran instrumentos diplomáticos que podemos utilizar de manera constante.

Abandonar nuestra tradición neutral, que continuaron Perón e Illia, nunca favoreció el interés nacional. Es gravoso para nuestros intereses, de momento que los bloqueos occidentales –esta vez contra Rusia- rara vez cumplen los objetivos que proclaman, pero son útiles para ganar mercados. Le permite a los Estados Unidos “juntar la hacienda” en la Unión Europea, atacar a Rusia, chantajear a la India, amenazar a China.

¿Dejaremos que las Naciones Unidas sean un club de la OTAN?

 ¿En serio queremos eso? ¿Sirve nuestros intereses nacionales? Cuidado, que a fuerza de ver las cosas con un solo ojo perdamos la perspectiva, y caigamos en un mundo de tuertos donde el ciego es rey. «