El 7 de noviembre próximo Nicaragua celebra elecciones en el marco de una economía estancada, falta de políticas gubernamentales para morigerar los efectos de la pandemia y continuidad de la crisis sociopolítica iniciada en abril de 2018, cuando una serie de manifestaciones contra la reforma al sistema de seguridad social impulsada por el presidente Ortega desató una escalada de violencia y represión estatal, con un saldo de 328 muertos.

Tras el estallido de la crisis, el gobierno sancionó un conjunto de leyes que dieron legitimidad a las acciones en contra de los opositores, a quienes se los consideró “artífices del fallido golpe de Estado”. Estas normas, como la Ley 1055 de “Defensa de los derechos del pueblo a la independencia, soberanía y autodeterminación para la paz”, que castiga, entre otros actos, la “incitación de la injerencia extranjera y el terrorismo”, elevaron a verdad estatal la versión del “intento de golpe de Estado” para explicar la crisis, fundamentada en la continua retórica antiimperialista, que ve como injerencias a la soberanía nicaragüense las críticas de la comunidad internacional contra el gobierno y la de las y los propios nicaragüenses.

Uno de los blancos actuales son los partidos y precandidatos presidenciales con chances de competir con Ortega en las elecciones. La Ley 1055 fue usada contra Arturo Cruz y Juan S. Chamorro, precandidatos por el partido de derecha Alianza Ciudadana por la Libertad; y Félix Maradiaga, precandidato de la Unidad Nacional Azul y Blanco (conformada por organizaciones con tendencias ideológicas heterogéneas). Asimismo, se canceló ilegalmente la personería jurídica de los partidos Restauración Democrática, que buscaba presentar la candidatura del ex preso político Miguel Mora, y el Conservador, proscrito otra vez desde la vuelta al poder de Ortega en 2007. Dora María Téllez, excomandante guerrillera, ha sido judicializada también bajo esta ley.

La detención del exdirector del think tank Funides, Juan S. Chamorro, ligado al Consejo Superior de la Empresa Privada (COSEP), que congrega a las empresas del gran capital, explica la actual concentración del poder en manos de Ortega-Murillo. La alianza de “diálogo y consenso” entre el gran capital y el gobierno, empezada en 2009 y rota en 2018 con motivo de la crisis, constituyó al COSEP como la única fuerza “de pares” real y exclusiva. El gran empresariado siguió su tradición histórica de no entrometerse directamente en la política, ni cuestionar aspectos del ámbito democrático y de los Derechos Humanos. La ruptura de la alianza y su paso a la oposición explica la respuesta represiva del gobierno hacia Chamorro y José A. Aguerri, expresidente del COSEP.

La precandidata Cristiana Chamorro, periodista e hija de la expresidenta Violeta Barrios, es acusada, por el momento de forma infundada, de lavado de dinero de fondos de la Fundación Violeta Barrios de Chamorro. Esta se encuadra dentro de un patrón de criminalización, difamación y persecución de defensores de Derechos Humanos, dirigentes o activistas ligados a organizaciones de la sociedad civil. Su inhibición pone una lápida, por ahora, a la práctica histórica de la oligarquía de aparecer providencialmente en escenarios de convulsión o crisis como líderes de cambio, con su expresión más reciente en la presidencia de Barrios (1990-1997), quien se presentó ajena al tradicionalismo político y propiciadora del fin de la guerra en los ochenta.

Este panorama apunta a unas elecciones entre Ortega y los partidos que le son afines. Si el Poder Electoral decide no proscribir la personalidad jurídica a Ciudadanos por la Libertad, este quedaría como el único espacio para postular a los candidatos con simpatía popular que aún no han sido vetados. No obstante, no todo está dicho: la posible aplicación de la Carta Democrática por la OEA podría generar reacciones imprevistas en esta coyuntura incierta. «

* Grupo de Estudios sobre Centroamérica (GECA), Instituto de Estudios sobre América Latina y el Caribe, Universidad de Buenos Aires