La poderosa The Coca-Cola Company de Atlanta, Estados Unidos, atacó con todas sus fuerzas, y toda su soberbia, a los pueblos originarios del sudoeste de Colombia que utilizan la palabra “coca” para identificar a las bebidas, las medicinas y los alimentos producidos por la cooperativa Coca Nasa, de las comunidades Nasa y Embera Chamí, utilizando como materia prima la hoja sagrada de las sociedades andinas. En realidad, el odio multinacional se avivó porque los muy impertinentes pobladores del departamento de la costa pacífica fabrican una cerveza a la que –mezcla de reivindicación cultural y olfato marketinero– bautizaron “Coca Pola”. Coca por razones obvias, y Pola porque ese es el nombre popular de la cerveza, el símil colombiano de la “birra” porteña.

La empresa ya había advertido el año pasado que no “toleraría” –esa fue la palabra usada– la existencia de la Coca Pola y, por ello, accionaría contra la cooperativa, acusándola de violar las leyes y registros de marcas y patentes y las normas reguladoras de la lealtad comercial. Coca Nasa se limitó a tomar nota de la noticia, recordando la existencia de un fallo anterior que sentó jurisprudencia: se refiere a una causa de 2007, desechada por la Justicia tras una presentación de Coca Cola en la que rechazaba el lanzamiento de “Coca Sek”, una bebida energética de Coca Nasa. Además, recordó que en 2012 la Justicia condenó a un industrial local que registró la marca Coca Indígena sin consultar a los pueblos originarios.

La multinacional reapareció ahora, sin iniciar la anunciada demanda judicial, pero elevando la apuesta. “Exige” el “cese para siempre” del uso del nombre Coca Pola u otro similar, dijo el bufete de abogados Brigard Castro, una de las estrellas del foro bogotano. “Romper con los prejuicios generados por la cocaína –la hoja no tiene efectos psicotrópicos si no es procesada con otros elementos que se le agregan para obtener la cocaína– no ha sido fácil para los pueblos andinos y amazónicos. De hecho, es una lucha que se inició en la época colonial, contra España y contra la Iglesia Católica y se mantiene hasta hoy”, explicó David Curtidor, abogado de Coca Nasa. “Piden que no usemos las marcas que incluyen la palabra coca –agregó–, eso es imposible porque la hoja es parte de nuestro patrimonio cultural”.

Mientras reproduce sus amenazas, favorecida por el formidable aparato publicitario que tiene rendido a sus pies, la multinacional de Atlanta no concreta la presentación judicial. La Coca Nasa se adelantó ahora y reclamó, por carta enviada a la matriz norteamericana y a sus abogados colombianos, que expliquen el uso no consentido de la marca Coca Cola. Amenazó, además, con prohibir la venta del famoso refresco en los territorios indígenas, 33 millones de hectáreas que conforman casi la tercera parte del país. La advertencia cobra una dimensión mayor si se comprende que de los 51 millones de colombianos, 2,3 millones integran los pueblos originarios y 25 millones son mestizos.

Colombia es el mayor productor mundial de hojas de coca, por encima de Perú y Bolivia, en ese orden. El estigma del narcoEstado y los carteles del narcotráfico es una constante. Sin embargo, los gobiernos de los tres países autorizan a los indígenas a cultivar el arbusto y comercializar productos elaborados a partir de la hoja sagrada. Las razones culturales así lo imponen. La cooperativa Coca Nasa produce Coca Sek, bebida  energética; Wallinde, un aguardiente; Coca Libre, una mezcla de Sek y Wallinde; Coca Ron, un aguardiente, y la ahora cuestionada Coca Pola. En los tres países, mascar la hoja de coca (acullicar) se remonta a la era precolombina y se realiza para aprovechar sus propiedades energizantes y para superar el mal de altura (el apunamiento) y combatir el hambre.

Actualmente la hoja es usada por decenas de pequeños industriales de las regiones andina y amazónica para elaborar infusiones, jarabes, golosinas, dentífricos, cremas, cosméticos, licores, abonos para la tierra, harinas y sus derivados. Años atrás, cuando la ONU admitió que acullicar es una práctica legítima de las comunidades y la retiró de la lista “prohibida” de la Convención sobre Estupefacientes, un restaurante italiano de La Paz, Bolivia, vivió un boom con su oferta de “spaghettis de coca alle cosa nostra”, unos simples fideos hechos con harina de trigo mezclada con hojas de coca secadas y molidas. También en Bolivia, con hojas llegadas desde la lluviosa región del Chapare, entre los valles y los llanos orientales, se empezó a producir la “Coca Colla”, una exitosa primogénita de la Coca Pola.

Antes de que en 1892 John Pemberton, el agraciado boticario de Atlanta, creara el refresco símbolo de Estados Unidos, mucho antes, en 1492, con la espada y con la cruz los pueblos americanos empezaron a padecer el ataque a sus íconos culturales. Antes de la conquista la coca era parte de los rituales de los pueblos andinos, desde la colonia pasó a ser parte de la economía. Ni las presiones de la Iglesia Católica lograron prohibir el acullico de la “hoja diabólica”. Ahora, la Coca Cola pretende acabar con un pedazo de la cultura americana. Como pasara con Uruguay, cuando en su ganadora disputa con la tabacalera Philip Morris recibió apoyo de entidades y abogados de todo el mundo, hoy son decenas las ofertas solidarias que recibe la Coca Nasa colombiana.

Fallo contra mineras en México

Después de golpear una y mil veces el muro de las complicidades, los pueblos originarios de México consiguieron que la Suprema Corte de Justicia se abriera al entendimiento y, tras décadas de ignorar el denso historial de abusos de las multinacionales mineras, sancionara a la canadiense Almaden Minerals. Le quitó dos concesiones en el central estado de Puebla. La comunidad Nahua, que desde hacía siete años peleaba en los tribunales, celebró el fallo como el inicio de un nuevo tiempo, ahora con el respaldo político del gobierno de Andrés Manuel López Obrador (AMLO). El presidente lo definió como “un laudo histórico”.

Las concesiones databan de 2003 y 2009, durante los gobiernos de Vicente Fox y Felipe Calderón, ejecutores junto con Carlos Salinas de Gortari, Ernesto Zedillo y Enrique Peña Nieto, de tres décadas de neoliberalismo que destruyeron la economía del país. Entre esos cinco presidentes predecesores de AMLO entregaron el subsuelo mexicano a 242 mineras canadienses y norteamericanas que dominan el 87% del territorio concesionado. Desde que AMLO asumió, en diciembre de 2018, con la promesa de no otorgar más concesiones, se redujo del 10,64% al 8,59% la proporción del territorio nacional entregado.

Esa legión empresaria enfrenta querellas por todo tipo de delitos: contaminación ambiental, despojo de tierras, violaciones laborales, afectación de los recursos naturales de las comunidades y asesinatos, 18 de ellos probados e impunes. En diciembre pasado, tras conocerse una demanda estatal por evasión, el diario norteamericano Los Ángeles Times sorprendió con un virulento editorial: “La minería –dijo– resulta más perversa que el tráfico ilegal de narcóticos, porque el poder de visión del narcotráfico alcanza apenas para buscar el control de las fuerzas policiales, mientras los dueños de las mineras van más allá: han alcanzado a manejar a secretarios de Estado y gobernadores, incluyendo presidentes”.