Recortar impuestos a las personas de altos ingresos y a las grandes empresas, desfinanciar los servicios públicos, desregular las finanzas y avanzar con la regresividad en la legislación social son algunas políticas necesarias cuando se aplican sin más las doctrinas monetaristas inspiradas en Friederich Hayek y Milton Friedman, cualquiera sea el país, el tiempo o la sociedad. Aunque esas acciones no tengan resultados en contener la inflación, el aumento de la desocupación, la caída del PIB, la suba de las tasas de interés. Nada fácil para la primer ministra del Reino Unido, por entonces Margaret Thatcher. Eso sí, supo aprovechar la Guerra de Malvinas para transformar desastres económicos en victorias políticas. Eran los ´80.

Por entonces el Reino Unido contaba con 15 millones de afiliados sindicales, importantes empresas públicas, grandes programas de viviendas… los primeros ministros laboristas Atlee y Wilson tanto como los conservadores Heath y MacMillan sostuvieron ese pacto de posguerra que Pink Floyd llamó «The post war dream«. Pero todo gobierno neoliberal tiene por primera tarea la liquidación del sindicalismo. Solo así, es posible liberar la iniciativa individual que habilite el «trickle down economics», la teoría del derrame. En el caso del Reino Unido, el enemigo designado fue el sindicato de los mineros, que Thatcher comparó en 1984 con un enemigo interior similar a los argentinos en 1982.

Hoy quedan cinco millones de afiliados sindicales. Ya no existen las empresas públicas. La desregulación bancaria convirtió a la City de Londres en un centro de especulación financiera global. Los conservadores que vinieron luego siguieron la política thatcherista; los laboristas se acomodaron a la situación: el precio del poder era el abandono de las convicciones.

La crisis financiera de 2008 afectó de inmediato al Reino Unido. Había un gobierno laborista. Hubo que salvar bancos, como todos. Pero la recuperación posterior fue diferente a los demás países. Catorce años después, los ingresos de los asalariados alemanes y franceses crecieron entre 30% y 35%, mientras que los trabajadores tuvieron una baja de 2% en sus sueldos, lo que es menos que nada.

Los conservadores volvieron en 2010. Cameron y May pasaron como figuras grises; el gran asunto fue el Brexit, esa renuncia a la Unión Europea como gesta independentista. Pero quizás las regulaciones continentales en materia de Derechos Humanos o sociales eran demasiado exigentes para el establishment británico. Así llegó Boris Johnson, apañado por la transgresión thatcheriana. No funcionó. Así llegó Lizz Truss, con la seriedad y el rigor propias de la Dama de Hierro. Cada conservador quiere tener un rasgo de esa líder.

De inmediato, Truss aplicó sus ideas basadas en Britannia unchained (2012), en eco del libro de Ayn Rand La rebelión de Atlas (1957). En las actuales circunstancias, significa bajar impuestos a los más ricos, subvencionar la energía –por la guerra–, recortar gastos en lo que queda del sector público. Ante tamaño desfinanciamiento disfrazado de disciplina fiscal, los bonos a largo plazo de los fondos de pensión británicos cayeron de inmediato: apareció la insolvencia. Por lo que el muy independiente Banco de Inglaterra tuvo que comprar títulos públicos para evitar una crisis financiera terminal. La City de Londres no necesita a Truss. Así que Truss se va. Los conservadores tienen dos años más de legislatura, pero comienza uno de esos conflictos entre legalidad y legitimidad propio de los gobiernos débiles. ¿Será el fin del thatcherismo? Para nada. El sector financiero británico necesita un laborista como Keir Stramer, que es como Tony Blair, con menos carisma. ¿Un Reino Hundido?  «