“La Celac es el proyecto de unión política, económica, cultural y social más importante de nuestra historia contemporánea. Va a dejar atrás a la vieja y desgastada OEA”. Arropado con su épico optimismo de la voluntad, Hugo Chávez bendecía en 2011 el parto del primer organismo conformado por los 33 países de la región con la exclusión explícita de Estados Unidos y Canadá. Junto al anfitrión y padre de la criatura, participaban de esa cumbre inicial en Caracas otras figuras de aquel ciclo progresista como Evo Morales, Rafael Correa, Cristina Fernández y el Pepe Mujica, pero también líderes de derecha como Sebastián Piñera y Juan Manuel Santos. Expresión y síntoma de esa época, nacía el más importante intento de integración latinoamericana desde el Congreso Anfictiónico de Panamá convocado por Simón Bolívar en 1826.

Con la partida de Chávez y la posterior recomposición de los proyectos conservadores, la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac) —y los demás organismos regionales creados, como la Unasur— fue paralizada y, por ejemplo, entre 2017 y 2021 no tuvo cumbres presidenciales. Al calor de la paulatina llegada de los nuevos gobiernos progresistas desde 2018 (en México, Argentina, Bolivia, Perú, Honduras, Chile y Colombia), se empezó a hablar de una segunda ola progresista que, entre sus diferencias más notorias con la anterior, viene careciendo de aquella impronta integracionista. Sólo algún tibio impulso de resucitar la Celac bajo las presidencias pro tempore de Andrés Manuel López Obrador y Alberto Fernández.

El regreso de Lula al escenario latinoamericano y de Brasil a la Celac (tras la autoexclusión de Bolsonaro en 2020) aparece entonces como una nueva oportunidad histórica para, de mínima, volver a dinamizar esa “unidad en la diversidad”. La extensa experiencia de Lula en la arena internacional, su habilidad diplomática y su ADN pragmático para lograr consensos le aportan las cualidades ideales para este complejo momento de inestabilidad política generalizada, si es que Lula decide finalmente asumir ese rol de liderazgo regional vacante.

Su presencia también podría ayudar a fortalecer una voz conjunta y una mayor capacidad de negociación en el concierto geopolítico mundial, teniendo en cuenta la importancia de la economía brasileña y que el gigante del Sur asumirá en los próximos meses las presidencias del G20 y el BRICS.

Los mandatarios en la cumbre pasada.
Foto: AFP

Qué se espera de la cumbre

El escenario para el puntapié inicial de esta esperanza será la cumbre presidencial que se realizará este martes en el Hotel Sheraton de Buenos Aires. Con Lula como protagonista excluyente, vendrán cerca de la mitad de los mandatarios de la región, con destacadas presencias como las de Nicolás Maduro y Miguel Díaz-Canel y ausencias como las de AMLO y Daniel Ortega.

Lejos de la retórica antiimperialista que tuvo como clímax aquel “NO al ALCA” en 2005, para esta cumbre fue invitado Joe Biden, que desistió de venir pero enviará a su asesor especial para las Américas. También asistirán el presidente del Consejo Europeo, representantes de Asia y África, el director ejecutivo de la FAO y, de forma virtual, el mandatario chino Xi Jinping.

Si bien no se espera que sea una cumbre con grandes anuncios, es posible que se avance en una mayor institucionalidad del bloque —como el establecimiento de una Secretaría Ejecutiva— y en proyectos de cooperación concretos como la anunciada agencia espacial latinoamericana. “El principal desafío es poder pasar de una integración de burocracias a una integración de pueblos”, señaló Gustavo Martínez Pandiani, coordinador argentino de la Celac, haciendo referencia a posibles acuerdos “en infraestructura, libre tránsito de las personas, un roaming general, cuestiones puntuales de comunicaciones y facilitación migratoria”.

También será importante que se pueda consensuar un pronunciamiento rotundo sobre la brutal represión desatada por el gobierno de Dina Boluarte contra las protestas en Perú, que ya dejó un tendal de más de 50 muertes en un mes y medio, así como sobre el reciente intento del golpe de Estado del bolsonarismo en Brasil.

Además, está el reto de lograr mayores niveles de articulación en temáticas trasversales como la cuestión de género o la crisis climática, y afianzar los mecanismos de cooperación entre Latinoamérica y el Caribe. Otro tópico siempre complejo de abordar es volver a debatir el rol de la Organización Estados Americanos (OEA), un organismo que, con Luis Almagro a la cabeza, relanzó su carácter injerencista sometido a los intereses de Washington.

Brasil y Lula están de vuelta, pero en un mundo bien distinto: las condiciones económicas apremian y ningún gobierno latinoamericano goza de estabilidad garantizada, mientras crecen las expresiones de extrema derecha con su desembozado talante antidemocrático. Momento más que oportuno para que este “progresismo de segunda generación” (como dice García Linera), se anime a fortalecer la Celac y a recrear una nueva arquitectura de integración regional porque, como dijo alguna vez el Che, «si fuéramos capaces de unirnos, qué hermoso y que cercano sería el futuro».