Hace 34 años, el 12 de febrero de 1984 moría Julio Cortázar. Había nacido en Bruselas, vivió y murió en París y, sin embargo, fue un escritor argentino, si es que tal cosa existe. Y no lo era sólo porque escribiera en castellano, sino porque lo argentino aparecía como rasgo de identidad en su escritura, como una nostalgia tanguera que teñia sus palabras, incluso las más jubilosas.

Se dice que murió de leucemia, aunque desde hace tiempo este dato está puesto en duda. Dos años antes había muerto su compañera de vida de los últimos tiempos, Carol Dunlop, a la que supuestamente, él le habría contagiado sida. Las razones no tendrían ninguna importancia si no fuera porque en cualquiera de los dos casos señalan que la muerte no tuvo con él ni con su pareja ninguna amabilidad. Curiosamente, tampoco la tuvo con quien fuera su primera esposa y albacea, Aurora Bernardez, quien lo sobrevivió muchos años, se ocupó también de su obra póstuma y finalmente encontró la muerte a los 94 años, en París, debido a un accidente cerebrovascular.

 Puede decirse que la relación que mantuvo Aurora con él hasta el fin de sus días fue “la continuación del amor por otros medios”. Convivieron 14 años como marido y mujer, pero estuvieron juntos toda la vida aunque ya no compartieran el mismo espacio. Escritora y traductora, ella se ocupó toda la vida de la obra de quien fuera su esposo aunque el vínculo marital estuviera formalmente disuelto. El afectivo, en cambio, no se disolvió nunca, ni siquiera luego de la muerte. Las cenizas de ambos descansan juntas en el cementerio de Montparnasse. También allí descansa Carol Dunlop. 

Piedras, rosas, papelitos llenos de palabras…La tumba de Cortázar está siempre llena de mensajes para él, como si existiera la certeza de que la muerte no le arrebató la posibilidad de seguir comunicándose. Ese escenario aparece en Rayuela que, por obra y gracia de quienes visitan su tumba, parece perder su carácter ficcional para ser una guía de viaje al mundo de Cortázar. 

En Diario de Andrés Fava Cortázar había escrito: “Quisiera que el gesto de la muerte no irrumpiese de fuera, no se amplificara desmesuradamente, que entre llevarme el tenedor o la pistola a la boca no hubiera casi diferencia cualitativa. Si matarse es una ventana, no salir golpeando la puerta. Si vivir fue not a bang but a whimper, disponer el cese de actividades con la misma sencillez que se apaga el velador para admitir una noche más. El punto final es pequeñito, y casi no se lo ve en la página escrita; se lo advierte luego por contraste, cuando después de él comienza el blanco.” 

Hace 34 años que para Cortázar ha comenzado el blanco y, a diferencia de los que ha pasado con Borges, por ejemplo, parece que resulta un escritor incómodo. Tan grande, tan alto, tan difícil de ubicar por su desmesura física, nunca se sabe bien en qué estante ponerlo, si en el del escritor que nunca dejó de ser un niño inmaduro en su escritura, en el que escribió una novela monumental que ya es vieja –“el esqueleto de un dinosaurio”-, si en el de la gran personalidad literaria o en el de los escritores que siguen desterrados en la muerte por condena de la Academia o de los escritores que realmente la tienen clara. “El mejor Cortázar es un mal Borges”, dirá César Aira con aire de pedonavidas. 

 Juan Rulfo, en un texto recogido a modo de acápite en la biografía de Corázar escrita por Mario Goloboff, afirma: “(Cortázar) tiene un corazón tan grande que Dios necesitó fabricar un cuerpo también grande para acomodar ese corazón suyo. Luego mezcló los sentimientos con el espíritu de Julio.” Es probable que no ser un hombre que se convirtió en escritor hubiera sido un piano de cola o un contrabajo, esos instrumentos enormes y difíciles de transportar que requieren siempre mucho espacio y quelos que los músicos con sentido práctico prefieren no elegir. 

Sus detractores señalan que fue un “escritor de iniciación” y que por eso es el preferido de muchos adolescentes interesados por la literatura para los que es una referencia ineludible y la llave que les abre la puerta de la escritura. Dicho esto a modo de crítica, es en realidad un elogio retaceado. Si Cortázar realmente lograra esto, podría decirse que sigue consiguiendo después de muerto lo que muy pocos logran estando vivos: mostrar el mundo de la literatura como algo tan fascinante que es imposible refrenar el impulso de entrar en él. 

Incluso si se considera que Rayuela es a esta altura “el esqueleto de un dinosaurio”, debería tomarse en cuenta como eslabón necesario en la cadena de la evolución, aunque éste último término no sea el más apropiado para hablar de literatura ni de arte. “En el gran movimiento de nuestra literatura –dice Goloboff en la biografía del escritor- que se manifestó ruidosamente en los sesentas (con sus alteraciones tanto en el horizonte anecdótico como en la técnicas de contar y de organizar los elementos del sistema), sin Rayuela habría faltado un acento indispensable de lo fundamental: la nueva visión del género, el cuestionamiento del hecho mismo de narrar, el sacudimiento del lector y, con él, la subversión de las costumbres de consumo en la lectura. En tal sentido, es justo decir que, de todo aquel obrar colectivo, Cortázar fue uno de los pocos, si no el último, que siguió siendo fiel a la artesanía, al trabajo y a la búsqueda.”

 Quizá el rasgo distintivo de Cortázar sea precisamente el del buscador perpetuo que daba vuelta las palabras de derecho y del revés para ver qué nuevas cosas podía extraer de ellas. 

Según lo consigna Mario Goloboff, la muerte de Cortázar no tuvo en la prensa argentina la repercusión que hubiera merecido. No es de extrañar. La prensa argentina, excepción hecha de la prensa especializada, tiene una desconfianza absoluta por todo aquello que tenga cierto “tufillo” intelectual y por los escritores en especial. ¡Como si el periodismo argentino no la hubiera hecho, fundamentalmente, los escritores, de Sarmiento a Walsh, de Arlt a Soriano. 

Lamentablemente, la situación permanece idéntica a sí misma desde entonces y quizá aún peor. Mientras la noticia de la muerte de Débora Pérez Volpin fue el comentario televisivo obligado, los noticieros televisivos no recogieron la noticia de la muerte de Liliana Bodoc, una escritura insoslayable de la literatura argentina que murió de manera súbita a los 59 años cuando acababa de volver de la Feria del Libro de la Habana. 

No se trata de jugar un campeonato. La muerte de la periodista a una edad tan temprana y en el marco de un estudio de rutina fue un hecho lamentable. Pero no lo fue menos la de Bodoc que quizá no tuvo la espectacularidad requerida para figurar en un medio televisivo. 

Lo cierto es que Cortázar, siendo un escritor muy reconocido al que se la ha rendido homenajes en todo el mundo durante el cortazariano, por lo menos en la Argentina está en una suerte de limbo literario en el que lo colocaron no sus muchísimos y fieles lectores, sino más bien sus detractores que lo citan con tono y un gesto displicentes, contraseña indispensable para entrar en el mundo de los que frecuentan los exclusivos clubes “all inclusive” de la literatura argentina.