La Reforma Universitaria de 1918 fue una de las grandes gestas de los estudiantes argentinos. Una enseñanza anacrónica, plena de prejuicios y oscurantismo, había dejado a la Universidad al margen de las transformaciones que, con grandes dificultades, intentaba el frente policlasista de clase media del litoral y pobrerío de origen autonomista del interior, liderado por ese “hombre del misterio” que se llamó Hipólito Yrigoyen. Pero, en esa oportunidad, los estudiantes universitarios se levantaron contra el pasado y se lanzaron a la lucha consiguiendo la autarquía universitaria y la participación en el cogobierno de las altas casas de estudio. Inevitablemente, al no lograrse la ruptura del orden semicolonial armado por el mitrismo con el Imperio Británico, el protagonismo de los estudiantes no alcanzó para cuestionar los contenidos con que la clase dominante legitimaba en las conciencias el orden agroexportador.

En la época posterior a la Reforma hubo atisbos nacionales pero ellos se fueron diluyendo en la década del ’20 y los universitarios se sumaron en 1930 al derrocamiento del caudillo radical. En los años siguientes se evidenciaban diferencias apreciables entre los estudiantes limitados al conocimiento de su materia específica y aquellos con vocación política, generalmente de diversas variantes de la izquierda, aunque algunas pocas veces sobresalieron muchachos de FORJA, como durante el inicio de la Segunda Guerra Mundial.

Desde esta tradición –limitada por ambos lados– surgió, bajo la presidencia de Arturo Frondizi, una renovación interesante en la atmósfera de estos centros de estudios. Especialmente en las áreas de las “ciencias duras” progresó la indagación más profunda que ponía en cuestión los viejos principios anquilosados e investigaba más intensamente, al mismo tiempo que desarrollaba inquietudes científicas renovadoras. Risieri Frondizi, hermano del presidente, alentó estos cambios –que no llegaron, sin embargo, a abordar una perspectiva nacional, salvo casos aislados como Jorge Sábato y Rolando García– pero esa devoción por la ciencia y la técnica fueron suficientescomo para otorgarles a los estudiantes un perfil de “subversivos”, iconoclastas y difundidores de “ideas revolucionarias foráneas”, a los ojos de los reaccionarios.

De allí que los militares liderados por el general Onganía los vieran como un peligro de alterar el orden consagrado por la tradición conservadora y clerical y consideraran necesario eliminarlos de la escena. Así, al mes de instalarse en el poder, decidieron la intervención de las universidades nacionales y adoptaron las medidas represivas para apagar todo intento de resistencia.

Ante la pérdida de las conquistas reformistas, estudiantes, profesores y graduados decidieron la ocupación de los centros universitarios para resistir la embestida retrógrada.

“El Onganiato” no vaciló en apelar a las medidas represivas más violentas. El 29 de julio la Policía Federal, que se hallaba bajo intervención militar, se lanzó sobre las facultades ocupadas, con especial furia sobre las de Ciencias Exactas y Naturales, y de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. En la primera de ellas, el decano Rolando García y el vicedecano Manuel Sadosky, figuras prestigiosas en el ámbito intelectual, intentaron oponerse pero su protesta fue acallada por golpes asestados por los bastones largos que esgrimía la fuerza represora. Seguidamente, ocuparon las casas de estudio donde detuvieron aproximadamente a 400 personas entre estudiantes, profesores y graduados, y siguiendo las órdenes furibundas de los militares golpistas, especialmente del general Eduardo Señorans, ingresaron a laboratorios y bibliotecas provocando toda clase de destrozos. Equipos completos fueron desmantelados e incluso se ensañaron con “Clementina”, como había sido bautizada la primera computadora que funcionó en Argentina. También desmantelaron el Instituto de Radiación Cósmica. Entre los profesores, se hallaba investigando en “Exactas” el profesor Warren Ambrose, estadounidense quien refirió, por carta al The New York Times, algunos de los graves hechos producidos. Allí relató que los decanos de las facultades se negaron a quedar bajo la dominación militar –que destruía la autonomía universitaria– corriendo la misma suerte de los “resistentes” y describe: “Escuché bombas de gases lacrimógenos y luego llegaron soldados que nos ordenaron a gritos, pasar a una de las aulas grandes donde se nos hizo permanecer de pie, contra la pared, rodeados por soldados con pistolas, todos gritando brutalmente… Luego, a los alaridos, nos agarraron uno por uno y nos empujaron hacia la salida del edificio. Allí nos hicieron pasar entre una doble fila de soldados, colocados a una distancia de 10 pies entre sí, que nos pegaban con palos (que se convertirán en los famosos “bastones largos” que dieron nombre a la represión) o culatas de fusiles y nos pateaban en cualquier parte del cuerpo. Pegaban tan duramente como les era posible y en mi caso, fui golpeado en la cabeza, el cuerpo y donde pudieran alcanzarme. Esta humillación fue sufrida por todos, mujeres, profesores distinguidos, el decano y el vicedecano, auxiliares, docentes y estudiantes… El profesor Carlos Varsavsky, director del nuevo radio observatorio de La Plata recibió serias heridas en la cabeza, un ex secretario de la Facultad, ya septuagenario, fue gravemente lastimado, como también Félix González Bonorino, el geólogo más eminente del país”.

Fueron detenidos, además de los ya citados García y Sadosky, Gregorio Klimovsky, Telma Reca y Tulio H. Donghi.

De este avasallamiento resultó la destrucción del proyecto cientificista pues, disipados por la barbarie represiva, ya no volvieron a las aulas muchos de ellos. En total emigraron 301 profesores universitarios que se insertaron en universidades latinoamericanas, norteamericanas y europeas.

Arturo Jauretche analizó posteriormente: “No se puede pretender que la Universidad sea un coto cerrado… Una Universidad sin politización del estudiante es solo una suma de escuelas técnicas… fabrica los expertos que la estructura preexistente demanda. Es, lógicamente, lo que debe pedirle a la Universidad todo grupo conservador que aspire a perpetuar las condiciones imperantes en un país periférico, dependiente, subdesarrollado, el egresado de este tipo de escuela es útil, exclusivamente, para servir los intereses que desean mantener esa situación. De tal manera resulta de hecho, no sólo un conservador, sino un antinacional. Los Cueto Rúa, los Krieger Vasena, los Alemann, los Verrier, no han salido de los inquietos estudiantes tumultuarios que suscitan tanta preocupación en la gente de orden. Han salido de los estudiantes disciplinados, ‘monadas de papá y mamá’, que cursaron los años regularmente y desde pichones se preocuparon de echar alas para volar, becas mediante, a universidades extranjeras o donde realizar cortos cursos que si no agregaban conocimientos, daban el completo dominio del idioma de los dominadores y prestigiaban para el servicio de sus intereses… (en cambio) de la universidad politizada han salido muchos ideólogos macaneadores, empachados de literatura económica y social barata e incapacitados para comprender los hechos históricos que ocurrían delante de sus narices. Pero la verdad es que no han salido cipayos, ni vendepatrias conscientes. Que no lo hayan servido al país porque no lo entendieron es un hecho que, más que con la Universidad, se vincula con la superestructura cultural que excluye del prestigio al universitario, artista, escritor, que se identifica con el país… No importa si hubo comunistas o tacuaristas o humanistas, radicales o peronistas, si a veces hubo ‘tiras’ y muchas veces se interrumpió la lección porque la calle entraba al claustro. El resultado es que el claustro aprendió de la calle a pensar en problemas concretos y devolvió a la calle, una multitud que llevaba consigo ideas y sembró el pensamiento heterodoxo que hizo posible que se pensara de otra manera, antinacional también muchas veces, pero más frecuentemente nacional, cosa que no hubiera ocurrido si los únicos vehículos de las ideas hubieran sido los de siempre, controlados por los instrumentos de la dominación”.

Son esos estudiantes politizados –mal o bien– pero alborotadores, que viven una búsqueda, que ansían otro país y que se juegan por las transformaciones los que reaccionan cuando el gobierno de Onganía interviene la Universidad y luego, por decreto, anula la autarquía y su participación en el gobierno de las universidades.

Así debe pasar a la historia esa “noche de los bastones largos”, como una búsqueda de lo nuevo –todavía inciertamente– y la represión brutal del viejo país con vocación colonial que el imperialismo ha insertado en los generales a través de la teoría de la seguridad nacional, que los lleva a apuntar los fusiles contra el pueblo y no contra el opresor. «