La conducta de Mariano Martínez Rojas y al menos 16 personas identificadas que lo acompañaron en la madrugada del lunes encierra potencialmente la comisión de siete  delitos diferentes. La secuencia en que se produjo la invasión violenta al edificio en el que funcionan la redacción de Tiempo Argentino y Radio América, la permanencia con dominio del lugar durante unas cuatro horas, los destrozos y sobre todo sus consecuencias, y las amenazas proferidas en el contexto del desalojo hacen concurrir entre sí a todas las figuras.

Martínez Rojas y la patota fueron imputados por los trabajadores por el delito del artículo 197 del Código Penal que establece penas de prisión de seis meses a dos años para quien “interrumpiere o entorpeciere la comunicación telegráfica, telefónica o de otra naturaleza”, pues destruyeron las conexiones de red y el servidor informático, con lo cual buscaron impedir la salida al aire de Radio América –que emite por internet a raíz de otra actitud violenta de quien dice ser el comprador de la licencia-. Por el artículo 194, penas de tres meses a dos años para quien “impidiere, estorbare o entorpeciere el normal funcionamiento de los transportes por tierra, agua o aire o los servicios públicos de comunicación”. Y por el 89, lesiones agravadas, también hasta dos años para quien “causare a otro, en el cuerpo o en la salud, un daño” como el que sufrió uno de los trabajadores desalojados por la fuerza del interior del edificio.

La acusación comprende también al artículo 184 inciso sexto, “daño calificado”, hasta cuatro años de cárcel cuando sea cometido “en sistemas informáticos destinados a la prestación de servicios de comunicaciones”; al 181, usurpación, hasta tres años para quien “con violencias o amenazas, turbare la posesión o tenencia de un inmueble” y, finalmente, el 149 bis por amenazas coactivas, con hasta cuatro años de prisión para quien las utilizara “con el propósito de obligar a otro a hacer, no hacer o tolerar algo contra su voluntad”.

Por lo pronto, la abogada que representa a los trabajadores de Tiempo, María del Carmen Verdú (una incansable luchadora por los derechos de los trabajadores y combatiente contra los abusos policiales desde la Correpi) describió en las conductas de la patota y del propio Martínez Rojas con precisión. Todo está documentado, todo está a la vista.

Los presuntos delitos ocurrieron en una misma secuencia. El concurso de esas figuras es una de las circunstancias que en la teoría permite sumar las penas. Los imputados podrían, así, ser condenados en caso de hallarlos culpables a más de diez años de prisión.

La querella está por ahora en manos de la fiscalía penal y contravencional a cargo de Verónica Andrade, quien ayer imputó a los acusados por sólo dos delitos: usurpación y daño. Sin embargo subyace en las conductas desplegadas otro objetivo: impedir la salida y circulación de un medio de comunicación. Para ello, la patota que invadió el edificio de Amenábar 23, cortó conexiones de red y destruyó servidores de internet. La causa parece tener destino en los tribunales ordinarios de Talcahuano 550, donde se juzgan delitos de mayor gravedad y penas de prisión de cumplimiento efectivo. 

Pero hay un costado hasta ahora poco explorado en la situación que vivieron los trabajadores de este diario en la lluviosa madrugada: la actitud policial. Cuando un miembro de una fuerza de seguridad se encuentra con una situación de delito en flagrancia (es decir que se está cometiendo) no necesita orden judicial alguna para actuar. Los efectivos de la Comisaría 31ª de la Policía Federal supieron desde pasada la medianoche del domingo qué se estaba produciendo en el edificio del diario y la radio una escena de probable delito en flagrancia. Hubo, primero, un llamado al 911, y luego una concurrencia personal de Javier Borelli, en representación de la Cooperativa, a la seccional anoticiando sobre lo que estaba ocurriendo. Los policías que llegaron al diario se entrevistaron con Martínez Rojas, quien les informó –según consta en el acta que labraron- que había ingresado al lugar con un grupo de acompañantes porque era “el dueño” del lugar y había desalojado a tres personas del edificio. Los policías informaron entonces a los trabajadores que nada podían hacer porque había una “orden de desalojo” supuestamente emanada de la fiscal Andrade. Ello es técnicamente imposible, y los trabajadores se lo hicieron saber a los federales, pero no hubo caso.

Poco después, un trabajador de Tiempo llamó al fiscal general de la Ciudad de Buenos Aires Luis Cevasco, quien desconocía lo que estaba ocurriendo y prometió averiguar. A las 2:15 constató que no existía ninguna orden de desalojo. Que el denunciado era Martínez Rojas y que la fiscal había dispuesto una consigna en la puerta del edificio para que nadie entrara. Nadie le informó que los usurpadores ya estaban adentro. Desde la calle se percibían ruidos de vidrios, puertas y mampostería rotos.

Cuando finalmente, tras interminables cabildeos, la policía accedió a contarle toda la situación, la fiscal ordenó el desalojo y la entrega del edificio a los trabajadores. Habían pasado más de cuatro horas y el interior de la redacción estaba tal como se ve en las fotos que ilustran esta edición.

La Procuración contra la Violencia Institucional (PROCUVUIN), la repartición del Ministerio Público Fiscal que actúa ante casos en los que están involucrados miembros de fuerzas de seguridad, ya cuenta con todos los antecedentes. Su titular, Miguel Pallazani, evaluaba ayer detenidamente cada uno de los pasos a seguir. «