A principios de diciembre, el Consejo Deliberante de Rosario eliminó la norma que prohibió el uso del glifosato en el ejido de Rosario, es decir en las tierras aledañas a la ciudad y en la ciudad misma. Este acto puso de relieve en toda su magnitud el desafío que enfrenta la agricultura para ser sustentable.

La sustentabilidad es una urgencia para la agricultura en la Argentina y en el mundo. Debería apuntar a revertir un proceso que lleva décadas por el cual el grueso de los alimentos es producido por medio de la agricultura industrial, a través del empleo de enormes cantidades de pesticidas que dañan el suelo, el agua, el aire y el clima, y también a todo tipo de especie animal, incluidos, claro está, los humanos. Es el llamado agrobusiness, el agronegocio, que busca maximizar la riqueza extraída del suelo.

Es difícil que un sistema así pueda sobrevivir en el tiempo ya que se basa en la degradación de los recursos de los que depende para existir.

La marcha y contramarcha de la legislación contra el glifosato en Rosario –la norma que prohibió el pesticida se votó a mediados de noviembre; 15 días después fue derogada- muestra el grado de conflicto que existe por intereses contrapuestos en relación con la sustentabilidad agrícola.

Las empresas que fabrican agroquímicos aseguran que están de acuerdo con la agricultura sustentable. Es el caso de la Cámara de Sanidad Agropecuaria y Fertilizantes (Casafe), que agrupa a las principales empresas productoras y comercializadoras de esos productos. La entidad que dirige Gustavo Portis, de la alemana BASF, asegura que respalda la “actividad agropecuaria que se apoya en un sistema de producción sostenible a largo plazo. La agricultura sustentable promueve un equilibrio entre productividad, para poder abastecer de alimentos -a precios razonables- a la sociedad, rentabilidad para el reconocimiento económico del  productor agropecuario y el cuidado del medio ambiente”. Los fabricantes de agroquímicos suponen que sus productos son esenciales para lograr la productividad agrícola que permite obtener alimentos a bajo precio.

Para Casafe no hay contradicción entre estos objetivos, sino que pueden coincidir sobre la base de “las buenas prácticas agrícolas” por parte de los productores. Es decir, ubica en el productor el punto de conflicto: busca “rentabilidad” con su producción y debe velar por el cuidado del medio ambiente por medio de las “buenas prácticas”, las que horadan o limitan esa rentabilidad.

Pero el agricultor también se encuentra en el medio de un entramado de relaciones económicas ya establecidas y de las que le resulta muy difícil salir, en particular a los más pequeños. El caso de la colonización sojera de un 60% de las tierras cultivables argentinas es un ejemplo. Con el éxito de las presiones de los fabricantes de semillas transgénicas se cerró un candado alrededor de los productores, los que están obligados a establecer compromisos comerciales de largo plazo con los productores de semillas y con los proveedores de insumos (pesticidas y fertilizantes). Por su lado, los créditos de las entidades bancarias están direccionados hacia el sostén de la producción de soja y los demás cultivos tradicionales (maíz, trigo, girasol).

La escasa sustentablidad de la agricultura industrial también se demuestra en que para sobrevivir necesita eliminar otros posibles usos de la tierra. Según Ulises Martínez, técnico de la Fundación Vida Silvestre Argentina, “la superficie cultivada con soja aumentó en la Argentina de 5 millones a 18 millones de hectáreas entre 1990 y 2010. En el mismo período se perdieron unos 7 millones de hectáreas de bosques nativos y más de 1 millón de hectáreas de pastizales naturales”.

El avance del agronegocio sobre los bosques nativos y pastizales naturales equivale a la destrucción de la biodiversidad. La comoditización de la explotación rural expulsa todo aquello que le es ajeno. Según un estudio de tres investigadores del Conicet y la Universidad de Córdoba, hasta el año 2010 se podía mensurar que en el territorio de esa provincia se había perdido hasta un 20% de la biodiversidad básicamente por la llegada de la soja y en menor medida del maíz.

La expansión de la frontera de la producción agrícola industrial deriva también en una menor diversidad productiva, cuya consecuencia más tremenda es el hambre: al dejar de producir sus propios alimentos, vastos sectores de la población pobre -en su mayoría, en el entorno rural-queda sujeta a lo que pueda comprar, en general alimentos que tienen como base un commodity con un precio internacional que sube mucho más de prisa que los ingresos de las naciones empobrecidas (ver aparte).

La contracara del hambre de los productores agrícolas empobrecidos de los países periféricos son los subsidios que las naciones desarrolladas entregan a los agricultores nacionales para abaratar los precios de su producción en los mercados internos. Son 97 mil millones de dólares anuales en EEUU y otros 60 mil millones de euros anuales en la Unión Europea.  

La expansión agrícola también pone de relieve el problema de la tenencia de la tierra. Según un informe de la ONG Oxfam de principios de este año, el 0,94% de los propietarios controla el 33,89% del total de la de tierra productiva de Argentina con estancias de más de 22 mil hectáreas de promedio. El de Argentina es un caso repetido a lo largo de América latina. Para el director regional de Oxfam, Simon Ticehurst, las cifras son “alarmantes”. Ticehurst estima que “solo llevan a una agudización de la violencia y a retrocesos democráticos” y que esta situación “no ofrece un camino para el desarrollo sostenible, ni para los países, ni para las poblaciones”.

Oxfam asegura que “la desigualdad en torno a la tierra limita el empleo, amplía los cinturones de pobreza urbana con la expulsión desde las zonas rurales y socava la cohesión social, la calidad de la democracia, la salud del medioambiente y la estabilidad de los sistemas alimentarios locales, nacionales y globales”.

Imposible no vincular este escenario con la actual situación que vive el pueblo mapuche en la Argentina, con titularidad precaria de la tierra en la mayoría de los casos cuando no es considerado lisa y llanamente un invasor.

La sustentabilidad agraria, bien entendida, debería dar un giro de 180 grados respecto de las actuales condiciones de tenencia de la tierra, de créditos y de producción y comercialización de los productos. Liberada de los tentáculos de la gran industria fabricante de semillas y pesticidas, podría producir alimentos baratos y para todos sin dañar el ambiente ni a los humanos.

La votación del Consejo Deliberante de Rosario apuntó a comenzar a transitar ese camino. Pero los intereses ya presentes en el agronegocio lograron dar marcha atrás la decisión. Se trató de una demostración de fuerza que deberá ser tomada en cuenta si se pretende volver a impulsar medidas semejantes. 

Crear pobres rurales para pagar la deuda externa

La crisis de la agricultura de África no encuentra salida. Según datos de la Organización de Naciones Unidas para los Alimentos y la Agricultura (FAO, por sus siglas en inglés), los países de ese continente gastaron casi 40 mil millones de dólares en 2016 en la importación de alimentos que en su enorme mayoría podrían producir localmente. Se trata de arroz, maíz, cebada, trigo. Las tierras mejor labradas del continente se emplean en la producción de cultivos industriales de exportación: tabaco, cacao, algodón y café. Al dejar de producir los alimentos de la población local, quienes trabajaban esas tierras fueron a parar a los suburbios pauperizados de las grandes ciudades africanas. África es el único continente en el que la población rural supera a la urbana y en el que esta última crece por la migración desde el campo.

Se trata de una tendencia impulsada por el Banco Mundial y el FMI: al desarrollar la agricultura industrial, se incrementan las exportaciones, mejora la balanza comercial y se acumula divisas con las que pagar las deudas externas.

Agricultura hipertecnologizada

Singapur importa más del 90% de sus alimentos. Posee apenas unas 200 hectáreas cultivables. Se trata de una dura realidad ante la cual surgen cada cierto tiempo intentos de superarla. Uno de estos últimos ha sido la creación de la agricultura urbana vertical. La isla-Estado se ha convertido en un banco de pruebas para la agricultura de alta tecnología. El gobierno estimula a explorar métodos innovadores para superar la escasez crónica de tierra y reducir la dependencia de las importaciones.

Así surgió Sky Greens Farm, que ha desarrollado la primera granja vertical de Singapur en la que se cultivan hortalizas en torres de varios metros de altura mediante un sistema de alta tecnología que utiliza el movimiento de agua de riego para rotar lentamente las plantas, ubicadas sobre bandejas, para que puedan obtener las dosis adecuadas de luz solar y agua. Este método permite que cualquier vecino con balcón pueda mantener su propia huerta.