«Cada uno hace cosas distintas con el dolor», dice Ángela Pradelli a propósito de la historia de la directora de la beca por la que viajó a China, que vivió la revolución maoísta, durante la que mataron a su padre, la separaron de su madre y la mandaron a trabajar al campo. En la valija con la que viajó a China Ángela llevaba para corregir lo que ella había hecho con su propio dolor argentino: la novela La respiración violenta del mundo, publicada por Emecé, que escribió en dos meses y pulió durante mucho tiempo. En ella narra la historia de Emilia, que a los cinco años, luego de permanecer un breve tiempo en un hogar infantil tras el secuestro de su madre a manos de los militares de la dictadura, es apropiada por un matrimonio que cambia su identidad. Su abuela Lina la busca de manera incansable. 

Sin detenerse en ambientaciones de época, la narración pone el foco en Emilia, en cuyo dolor silencioso y su memoria implacable puede leerse la historia más feroz de la Argentina. Es que acaso el dolor también tenga identidad nacional, ya que la historia de un país no es el telón de fondo de nuestras vidas, sino que nos atraviesa invadiendo nuestros rincones más íntimos, nuestros pequeños sucesos cotidianos. La Historia duele en chino, en castellano o en cualquier otro idioma, incluido el que se habla en ese país cuyo mapa invisible queda grabado para siempre en nuestro interior, que es el país de la infancia. 

–No voy a preguntarte si el libro está basado en un hecho real porque hechos como el que narrás sucedieron. La pregunta es si se refiere a un hecho preciso. 

–Cuando terminé de escribir En mi nombre, el libro en que tomo testimonio de cinco personas que restituyeron sus identidades, quedé con una sensación muy fuerte de que podía dejar todo para siempre y dedicarme a escribir las historias de las 110 personas que, hasta ese momento, habían restituido sus identidades. Me parecía que ahí había una verdad que me interesaba contar, que me interesaba escribir. Se lo comenté a mi editora, Rosa Rottemberg, y quedó ahí, pero pocos meses después apareció la primera página de La respiración violenta del mundo. Por lo tanto, tengo muy claro que esta novela viene de ahí. Mi querida amiga Esther Cross dice que los libros descienden de libros, pero a veces no sabés de qué libro viene lo que estás escribiendo. En este caso, tuve la certidumbre de que la novela venía de En mi nombre, aunque la historia que cuento en ella no está basado en ninguno de esos testimonios. Es ficción con el replanteo que supuso para mí el criterio de ficción en esta novela. Para algunos resulta muy claro que, si contás algo que no sucedió, es ficción y, si contás algo que sucedió, no lo es. Pero en este caso, esos bordes se borraron, se fueron desdibujando. 

–De todos modos, cuando uno narra literariamente una historia, haya ocurrido o no, siempre es ficción. 

–Sí, siempre es ficción, pero, además, no me basé en ningún testimonio preciso. De todos modos siempre pasan cosas raras cuando uno escribe. Hay una profesora de Ministro Rivadavia que trabaja en el programa Jóvenes y Memoria con chicos de la Escuela 57, una escuela secundaria. Hace poco, grabaron un video basado en la novela. Cuando la profesora me da una copia de ese video, me dice: «Fuimos a filmar al hogar de Longchamps y nos dejaron entrar. Esos pasillos y esas habitaciones que describís en la novela están tal cual». Yo no conozco el hogar del que ella hablaba y me dio un escalofrío, pero pensé que todos los pasillos se parecen y todas las habitaciones que dan a un pasillo, también. Entonces ella agrega: «No lo vas a poder creer, pero todavía está la avioneta en el jardín». Le dije que yo no conocía ese lugar y que lo de la avioneta era un invento, era ficción. Me dijo: «No, no, está en el hogar». El hogar al que se refería se llama el Alba y yo jamás entré. El hogar del que hablo en mi novela es totalmente imaginario. 

–Eso sí es increíble.

–Escribir te enfrenta con estas cosas. Uno piensa que está haciendo ficción porque nunca vio el lugar que describe y ahí está el lugar, dando testimonio de que existe. Con esta novela me pasan muchas cosas de este tipo. También se leyó en el Instituto Summa de Flores. Los adolescentes leen de una manera muy feroz. Me hicieron una entrevista y después me contaron ciertas cosas que pasaban en sus casas. Una alumna me dijo que cuando terminó de leer la novela les preguntó a sus padres por qué no le habían contado nunca la relación entre la dictadura y la infancia. Los padres le contestaron que ellos nunca hablan de ese tema. «Bueno, ahora nos vamos a sentar y vamos a hablar de lo que pasó», les dijo ella. La lectura del libro revisa la forma de vincularse, de comunicarse entre padres e hijos. 

–Imagino que debe de ser muy difícil escribir sobre la dictadura y transformar eso en algo literario ¿Supuso un esfuerzo extra o salió naturalmente?

–Salió naturalmente porque lo que yo quería era narrar la historia desde la niña, me interesaba la mirada desde la infancia. Sin embargo, no podía narrarla desde la voz de la niña porque lo que le había pasado era tan tremendo que el lenguaje del que ella disponía era poco para la magnitud de lo que tenía que narrar. Me planteé que el secuestro, la apropiación y la relación de convivencia con los apropiadores sobrepasaban la capacidad de expresión que tiene una chica de cinco años. Lo que logré fue acercarme lo más posible a esa perspectiva y no me resultó difícil escribir porque eso fue lo que me guió. Me guió la niña, porque la infancia es muy poderosa. La intensidad con que se viven las cosas en ese momento se va perdiendo con el tiempo. Que yo pudieran captar ese registro intenso con el que vivía Emilia cada una de las cosas que le sucedían me parecía que era la llave mágica para poder narrar la historia. 

–Hay en la novela pequeños detalles, sutilezas, que son muy ricos porque de la infancia uno sólo conserva detalles, pequeños destellos. 

–Sí, son destellos que uno no sabe ni por qué los recuerda. En esta novela como en los dos libros anteriores, El sol detrás del limonero y En mi nombre, trabajo con la memoria. Leí muchas veces un libro que se llama La memoria, la Historia, el olvido de Paul Ricoeur, que aporta muchas cosas, porque hay bastantes prejuicios en relación con la memoria. Se cree que un recuerdo es algo que se tiene o no se tiene, que un recuerdo reproduce tal cual una escena del pasado y no es así. El recuerdo es una construcción y se pueden tener recuerdos de situaciones que no se han atravesado jamás. Los recuerdos de cuando nuestros padres eran chicos que contaron varias veces terminan por ser nuestros recuerdos, quizá diferentes de los de ellos, pero recuerdos. Trabajé muchísimo con la forma en que recordamos, con la forma en que olvidamos, con la resistencia al olvido, con la relación entre la memoria y el trauma, entre la memoria y la palabra. A veces es bueno contar para preservar la historia, y otras, como le sucede a Emilia, la forma de preservarla es el silencio. Si ella daba cuenta de que recordaba a sus padres, a su abuela, que recordaba las canciones, como dio cuenta su dibujo, sabía que iba a ser castigada. Por eso tuvo la resistencia de no contar nada. También traté de estar muy pegada al sufrimiento de esa niña. Una vez estaba en Núremberg, donde había ido a un festival. Iba caminando por una peatonal para encontrarme con unos amigos a almorzar. El día estaba feo, se iba a largar a llover y todos caminaban apurados. De pronto, una pareja que iba delante de mí se para, él la toma de los hombros a ella y le dice «Aquí nos separamos y no volveremos a vernos nunca más». La frase me impresionó tanto que cuando llegué al almuerzo la anoté. Me impactó la conciencia del final. Cuando uno tiene conciencia del final, lo que no siempre sucede, todo cambia. Emilia no tenía esa conciencia y muchas veces me pregunté cómo revisaría ella esa noche en que su madre la peinaba y le decía lo que harían al día siguiente, antes de que la secuestraran en la madrugada. Otra vez iba en el Ferrocarril Roca. A mi lado había un hombre mayor y enfrente una mujer con una niña que lloraba. La mujer era absolutamente indiferente a su llanto, que no era un llanto caprichoso. Parecía que aunque quería comérselo, le explotaba en los ojos. Yo me puse muy mal y el hombre también. Al llegar a una estación él se paró para bajar, pero volvió y le dijo a la mujer: «Nunca hagas llorar a un niño». Anoté esa frase junto a la otra. Parecía que no tenían nada que ver entre sí, aunque en un momento comenzaron a dialogar. Creo que esas dos frases son como columnas en la novela: el final de algo y la conciencia o no de ese final, y ese llanto, ese dolor de la niña que atraviesa toda su infancia. 

–El proceso de escritura debe de haber despertado sentimientos duales, porque el logro consistía en transmitir ese dolor.

–Sí, fue dual. Escribir me da mucha felicidad y, al mismo tiempo, no escribir no me produce ninguna angustia. Escribo cuando necesito escribir y cuando lo hago desearía no terminar nunca, pero cuando las historias son así de dolorosas y oscuras, hay un dolor en la escritura, se siente el dolor de los personajes.  

Últimos días de Walsh en San Vicente

Aunque la novela no tiene marcas de contexto ni remite a personajes reales, hay una excepción, el personaje de Don Beto. «Don Beto –dice Ángela Pradelli– es Walsh. Yo tomo el período en que vive en San Vicente, a donde llega los últimos días del ’76. Allí termina de escribir la Carta a la Junta. Para sus vecinos él es Norberto Freyre, un profesor de inglés jubilado al que le gusta escribir, los trabajos de huerta y jardín, y que de vez en cuando viaja a Buenos Aires, para lo cual va caminando a la estación de San Vicente. La casa que aparece en la novela es la casa de Walsh. Allí planta almácigos de lechuga. El vecino cuyos fondos dan con su casa le explica cómo preparar la tierra. La historia de Walsh en San Vicente sí está tomada de la realidad. En la ficción, Walsh ve a Emilia y parece darse cuenta de algo. Me interesaba que Walsh se cruzara con ella en la novela.  Él es el que la mira, el que la ‘reconoce’, el que entiende que en la herida que Emilia tiene en la pierna, que se hizo con un hierro de la avioneta que está en el jardín del hogar, hay algo. Él repara en esa herida. En enero de 2017 fui a San Vicente con una amiga a ver la casa de Walsh. Fue algo raro. Le preguntamos a un hombre joven si estábamos en la calle Walsh –ahora se llama así– y él metió a su hijo adentro. Cuando le preguntamos cuál era la casa de Walsh, la señaló y también él se metió en su casa, como si nos tuviera miedo. No entramos a la casa porque sabía que la persona que vive allí saca a todo el mundo corriendo. En la vereda leímos la Carta a la Junta en su homenaje». «