La noche está en pañales. Brian, en paños menores. Como carta de presentación, el anfitrión del Golden ofrece a las señoritas su sonrisa de marfil y músculos dignos de un semidiós griego. «No tenga dudas, la primera impresión es fundamental. Mi trabajo es como la chispa que enciende el fuego. Así las chicas van quedando en llamas para el show», alardea el joven pirómano, ataviado con un asfixiante chupín y fogosos tatuajes. Para completar el look, en su robusto cuello brilla un moñito de etiqueta. El auténtico portero de un infierno encantador. 

Mientras ubica a las damas en las mesas, Brian confiesa que hace seis años lleva una doble vida. De día se calza el traje para auditar las cuentas de un hotel. De noche, se lo saca para despuntar el digno oficio de stripper. Arrancó de casualidad, cuando un profesor del gimnasio le vio aptitudes para el baile sensual. Con los años, se curtió en la noche y comprendió que más allá de mantener tonificados los bíceps y bronceado el abdomen, el buen desnudista debe tallar sobre todo su carisma. Y tener la cabeza abierta para brindarse a todos los públicos sin prejuicios: desde los ardorosos boliches donde las mujeres celebran su última noche de solteras hasta las tórridas discos sólo para caballeros. «Es divertido ganarse la vida bailando, siempre hay buena vibra. En definitiva, le damos afecto al público, y todo vuelve.» Esta noche lo custodia su novia: «Cero celosa, lo acompaño siempre que puedo.» Acodada en la barra, la rubia sigue atenta el andar de Brian en la pista. Las chicas lo abrazan, le piden poses para una foto y hasta acarician sus pectorales. Ella ni se mosquea: «Es un laburo como cualquier otro. Pueden mirar, tocar, pero el corazón tiene dueña.»

Historia al desnudo

«¡¡¡A quién le importa lo que yo haga!!! ¡¡¡A quién le importa lo que yo diga!!!». El clásico de clásicos de Alaska provoca el primer sismo. Un terremoto grado seis despabila a la aletargada platea femenina. Desde el pequeño escenario, la transformista Aaron Minett es la encargada de pilotear el viaje hacia el fin de la noche. Con su lengua karateka, golpea a diestra y siniestra. No se salvan las bravas cumpleañeras, tampoco las novias de América con el cadalso a pocos pasos, y mucho menos las divorciadas que regresan triunfales a las pistas. Hermanadas, bailan en éxtasis y recitan, como un mantra, el monocorde himno triunfal: «¡Chongo, chongo, chongo! ¡Chongo, chongo, chongo!».

Desde un rincón, Luis Ávila, histórico gerente del establecimiento, observa la bacanal con ojo clínico y, por supuesto, empresario: «¿Vio qué fiesta? Esto no se vive en ningún otro boliche de la ciudad. En Buenos Aires hay muchos que dicen ser herederos del Golden, el antiguo local de Esmeralda 1040. Pero son todas copias, nosotros somos los únicos que mantenemos la línea original. Respetamos la historia, porque fuimos parte de ella». Ávila cuenta que la semilla del mítico local dedicado al striptease sólo apto para damas fue plantada a fines de los ’80 por el empresario Antonio Altamura. «Tony trajo la idea de Estados Unidos, un poco copiando a los Chippendales de Las Vegas. Fue una revolución, un boom, no existía acá, se vendieron franquicias a todo el país. El primer local estuvo en Corrientes y Libertad», precisa el hombre de negocios, al tiempo que un depilado miembro de su staff se desviste con parsimonia sobre las tablas.

La génesis del proyecto estuvo apadrinada por el productor Pepe Parada, personaje icónico de las mil y una noches porteñas, quien consiguió un salón prestado para el debut. Tenían el local, les faltaba el nombre. La ornamentación sobrecargada, dorada, resolvió el dilema. Tony y sus socios brindaron con abundante champagne y lo bautizaron Golden. «Nosotros agarramos la posta en Esmeralda –resalta Ávila–. Pero tuvimos eternos problemas con los vecinos por los ruidos molestos. Imagínese, era un edificio de nueve pisos y nos hicieron como 600 denuncias. Una señora del primero salía en camisón y se quejaba en la puerta, una locura. Todo eso obligó la mudanza a San Telmo.» Del local en la esquina de Balcarce y México, Ávila puede rezar un rosario de anécdotas. Elige una del año 2008, cuando el director Francis Ford Coppola alquiló el boliche para filmar Tetro: «Teníamos una cena show vendida y no la suspendimos. Estaba el salón partido al medio por un telón. De un lado, los strippers y la joda loca; del otro, los camarines donde descansaban Vincent Gallo, Maribel Verdú y la hija de Moria. Gallo se fue puteando a la calle y Coppola se metió en un auto a tomar mate, pero los demás se prendieron en la fiesta.»

Esta es otra época, «igualitaria», reflexiona Ávila, «y por eso ahora abrimos las puertas para todas y todos. Igual, el 80% del público es femenino. Las chicas saben que en el Golden tienen la diversión garantizada, vienen de toda Latinoamérica a festejar. La regla básica sigue siendo la misma: lo que pasa en el Golden, queda en el Golden.» 

La hoguera de las vanidades

¡Vamo’ arriba la celeste! Una docena de uruguayas disfrazadas de policías son las más bullangueras de la disco. Festejan que Yésica pasará a jugar en el equipo de las casadas. «No creo que estemos cosificando al hombre –arriesga la vocera de las orientales–, es más una picardía. Por ahí también un triunfo de todas las mujeres.» A unos pocos pasos, varias chilenas brindan una vez más por la soltería de Claudia. La prometida luce una vincha coronada con dos micropenes. En el grupo se destaca la presencia de su suegra: «Que disfrute la noche, hoy tiene todo permitido… bue, todo menos eso», advierte la señora, se ríe y señala la generosa entrepierna de un fortachón.  

Con tan sólo 30 años, Jonathan es el bailarín más experimentado del Golden. Su largo currículum incluye miles de shows en arenas porteñas y bonaerenses. «Desde pibe que quería laburar de stripper y a los 19 años pude debutar. Ganaba muchas chicas y me gustaba la joda. El trabajo no me defraudó. Y de a poco empecé a tomármelo en forma más profesional», dice el morocho nacido y criado en La Matanza profunda. Mientras se acicala, asegura que a esta altura del partido podría escribir el manual del buen stripper, con lecciones sobre cómo manejar la adrenalina, evitar los arañazos y conseguir una erección prolongada. Se mira fijo en el espejo y dice que no tiene referentes: «Sé que no soy muy lindo, pero estar arriba del escenario te da un plus. Igual, por ahí una chica te dice cosas durante el show y después, cuando salís vestido, ni te reconoce.» Hace unos años, hastiado de interpretar personajes estereotipados como «el doctor», «el bombero» o «el cowboy», decidió romper los paradigmas: «En esto ya estaba casi todo inventado, por eso se me ocurrió hacer el show al revés. Salgo desnudo y me voy cambiando. Es el que mejor me sale.» 

Jonathan pide cerrar la charla. Debe concentrarse antes de salir a escena. Pocos minutos después, irrumpe sobre las tablas totalmente despojado, como su madre lo trajo al mundo. Con una mano adelante y otra atrás. Desnudo, sobre un escenario desnudo, bajo una lluvia torrencial de suspiros.  «