«Como en todo crimen, la verdad es inalcanzable (…) cada vez que llevan al patíbulo a uno de los imputados, cada vez que lo atan a sus sillas artesanales o lo meten en un tubo de gas improvisado, cada vez que buscan la vena más saliente para la inyección letal, dejan ir un misterio.» Quien monologa es un hombre acusado de pedófilo que asiste al proceso judicial en su contra, el protagonista de Degenerado (Anagrama), la última novela de Adriana Harwicz.

A través del monólogo de un pedófilo la novela habla, sobre todo, del misterio, del enigma que es cada ser humano y de la semilla de violencia que cada uno de nosotros lleva dentro de sí y que no siempre logra ser aplacada por la cultura.

Degenerado es una novela que plantea preguntas difíciles, aquellas para las que sólo se esbozan respuestas fáciles como un modo de alivianar su carga.

Harwicz es argentina, pero vive en Francia. Asegura que no logró convertirse en escritora ni en Buenos Aires ni en París, sino que la escritura fue una explosión que se produjo cuando quemó las naves y se fue de París al campo. Aunque su escritura pone en evidencia un trabajo de elipsis y fragmentación que es propio de la poesía, la autora no viene de ese género. Estudió arte dramático y guión cinematográfico y declara que su deseo es lograr un tipo de escritura que esté entre la filosofía y el teatro.

Degenerado es un texto único que propone una experiencia de lectura particular: sacude las certezas y coloca al lector en una zona incómoda en que las respuestas aprendidas se vuelven inútiles.

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Degenerado no es una novela con una trama, no es del todo un monólogo interior en el sentido más clásico. ¿Qué es para vos?

–Todos los a priori que uno tiene al escribir una novela, un cuento o lo que sea nunca terminan de cumplirse. Todas las teorías sobre la construcción de personajes, sobre el devenir, las formas que uno aprende cuando toma clases de escritura, en mi caso, nunca son verdad. Hay un abismo entre la teoría y el arte de escribir, que es más caótico. Como creo que decía Cortázar, hay que aprender la sintaxis para olvidarla, para destruirla. Yo llego a la máxima expresión de esa idea. Estudié la gramática, conozco la sintaxis, el cuentito de cómo hay que escribir lo sé, estudié narrativa 1, 2 y 3, pero después hago lo que se me canta. Me gusta jugar con la idea de destruir todo eso. Acertás cuando decís que no es un monólogo interior, ni una novela ordenadita, pero tampoco es una mera locura experimental, no es un delirio vanguardista del que no se entiende nada, hay una racionalidad, un orden. Me cuesta saber cómo la escribí.

–¿Te costó hacerlo?

–Me costó mucho más que otras veces porque el personaje es más antipático, porque tengo con él menos empatía. No sabía la novela de antemano, no sabía si iban a querer ponerlo en la silla eléctrica y si todo el pueblo iba a querer comprar una para que lo maten, no sabía si la madre iba a aparecer para salvarlo, si él se iba a matar… No sabía cuáles iban a ser las acciones. Pero sí tenía en claro la furia, el odio del acusado. Siempre me pasa eso: no conozco los actos, pero sé qué va a pasar en el corazón del personaje.

–Coincido con Martín Kohan: la novela no se puede leer en clave moral, porque crea su propia verdad. ¿Estás de acuerdo con esto?

–Ese es el mayor elogio que se le puede hacer a una novela, en este caso, a Degenerado y no que digan está bien o mal escrita, me conmoví, me sentí identificado, fui feliz… Es un elogio que digan que impone su propia verdad, una verdad desplazada, corrida de la norma. Eso es lo único que me da ganas de escribir, que haya otra versión posible de la verdad. La escribí siguiendo el pulso del personaje sin preocuparme si entra o no en los cánones, tratando de no tener pudor en decir cosas que podrían considerarse barbaridades. Quise entrar en la lógica de su propia verdad y de su propio sufrimiento sin juzgarlo. Porque no hay verdad sin sufrimiento. No hay una mera jactancia de la ilegalidad, de la pedofilia, de la anarquía, el problema es que el personaje sufre con lo que la sociedad le impone, no puede entrar en ella, no puede acatar la ley, no puede estar en el campo del bien. Me interesa ese sufrimiento. Todos tenemos algo de él aunque no pasemos al acto. En definitiva quizá tampoco él pasó al acto. Me interesaba pasar al acto yo, escribiéndolo.

–Creo que hiciste una tarea teatral: no poner un narrador, sino ponerte en la piel de un personaje. ¿Fue así?

–Totalmente. Un juicio tiene algo de circo, algo de teatro. ¿Qué hace un acusado en un juicio? Se defiende. ¿Mediante qué? Mediante la palabra. La palabra es la protagonista, la vedette, pero la palabra miente, derrapa, traiciona. Más en un hombre que no se sabe si es extranjero, si está hablando en dos lenguas, que dice cosas que no se entienden. No se sabe por qué habla de sí mismo, de Videla, de una guerra que no se sabe cuál es. No sé sabe en qué tiempo vive, si en 1940 o 1980. Estoy de acuerdo, hay un desdoblamiento, hay un actor que hace un personaje. Me parece que está muy bien leerlo en clave teatral porque se trata de la verdad de la mentira, de la verdad del teatro. Vi muchas películas de juicios, documentales y de ficción y ya se trate de un asesino verdadero o de Sean Penn haciendo de asesino, todas tienen un denominador común que es la teatralidad. Lo que me interesaba de este degenerado es que es el chivo expiatorio del pueblo, lo acusan a él, pero también podría estar yo en su lugar. Él mismo lo dice: yo soy un monstruo, pero ustedes también lo son. Muchos condenados a muerte dicen eso antes de morir, que la sociedad los saboteó.

–También se cuestionan las relaciones filiales.

–Sí, aunque no lo planifiqué para nada así. El acusado es hijo y refiriéndose a su madre dice que quizá algún día le pregunten si ha sido madre y ella conteste que no. Eso cuestiona la afirmación de que se es madre para toda la vida. Las relaciones filiales pueden implosionar, explosionar, desarmarse.

–El concepto de infancia que tenemos hoy nace en el siglo XIX. La pedofilia no siempre fue un delito. ¿Por qué la elegiste?

–Sí, el concepto de infancia es moderno y no en todos los países es igual. Antes la mortalidad infantil era muy elevada. Un escritor francés escribió que había «perdido cuatro o cinco hijos». No podía precisar la cantidad. Hoy no hay nada más terrible que perder un hijo. La pedofilia en este momento es el crimen por excelencia. Yo podría haber elegido la corrupción o la estafa, pero la pedofilia es la canción que suena ahora y todos somos buenos ciudadanos, nos indignamos cuando nos dicen que hay que indignarse. Es muy difícil que el sistema capitalista o neoliberal te deje de verdad ser rebelde. No digo que no hayan existido rebeldes en otros momentos. Pero hoy si te ponés la remera del Che Guevara o hacés fuck you y puteás en Facebook o en Twitter estás puteando en las plataformas de ellos y un segundo después de que lo hagas, tu gesto se va a convertir en un gesto capitalista, de consumo. Estamos atrapados y perdimos. Hoy la pedofilia es el mayor crimen. En Francia más de la mitad de los detenidos están detenidos por crímenes sexuales. Es un síntoma revelador de cómo está el hombre contemporáneo: acorralado, disminuido y, a la vez, desatado, violento. La sexualidad es lo más bestial que tenemos, lo menos racional. Si alguien asalta un banco casi que se lo puede aplaudir por lo que los bancos representan. En cambio, un crimen tan terrible como la pedofilia supone para mí un dolor y una angustia. Escribir desde ese lugar es más difícil y por eso me interesa más. Creo que aún la olla de la pedofilia no se destapó completamente quizá porque es demasiado atroz. Uno dice pedófilo y cree que ese delito tiene una cara, por ejemplo, la del padre Grassi o la del médico del Garrahan, pero los pedófilos están en el metro, en el bar, en el jardín, en la escuela, en la familia, en la iglesia…

–¿Cómo escribís

–De forma radical, extrema. Si no estoy metida en una novela, no me disperso escribiendo artículos o cuentos. Es todo o nada. Aunque nunca es nada porque siempre estoy anotando, pensando, pero es nada en el sentido físico de la escritura. Pero si estoy escribiendo una novela, es una obsesión, escribo todos los días, mucho tiempo y todo lo que sucede en la vida va a esa novela, todo se usa, todo se roba, todo se recicla. La vida pasa a ser lo que sucede mientras escribo. Si me para la policía, si se enferma mi hijo, si tengo una pesadilla, si miro una película de Polanski, todo eso va a la novela. Cuando no estoy escribiendo, ese engranaje se desarma y ya no entiendo para qué ocurren las cosas porque no tengo dónde depositarlas. Me gusta mucho más la utilidad: tener fiebre para algo, que la fiebre tenga un sentido. Si no escribo, hay mucha gratuidad. Si me tomo un café o cuatro, a quién le importa. No se produce sentido, no hay trascendencia. Por eso no hay mayor felicidad que escribir una novela cuando sentís que avanza. «