Los hombres de negro empiezan a moverse con apuro en el Expocentre de Moscú. Están en la zona de los baños, en los pasillos, por los costados de los asientos asignados a los dirigentes, y nadie puede salir de la sala donde sesiona el Congreso de la FIFA. “A very special guest is coming”, aclara una chica con una sonrisa pícara. Es rusa y tiene saco de FIFA. Un invitado muy especial, dice, está llegando. Vladimir Putin está en la zona. Gianni Infantino lo espera en el escenario. Las señales de los celulares se caen. ¿Es la seguridad? Nadie lo confirma, pero el que ahora está parado detrás de un atril es Putin.

“Hemos hecho todo para que sea un evento espectacular”, anuncia el presidente ruso como bienvenida. Este jueves, a las 11.30 de la Argentina, Putin estará en el estadio Luzhniki para la ceremonia inaugural. Moscú pondrá en marcha a esa hora la maquinaria más excitante del fútbol, la que también contiene al show y los negocios, la del Fan ID y el mercado turístico, la que nos encierra babeantes con la mente convertida en fixture.

Con Putin en el palco, Rusia 2018 dirá hola. Priviet. Con Robbie Williams, que cantará con la soprano rusa Aida Garifullina. Con Nicky Jam y Will Smith, que interpretan la canción oficial del Mundial. Con Ronaldo como anfitrión. La apertura durará apenas media hora, lo suficiente como para la gracia de cada cuatro años no le robe tiempo a lo que de verdad se quiere. Y nunca se sabe. Porque de la patria de Tchaikovsky siempre puede esperarse una armonía, de la tradición de Dotoievsky siempre puede salir una historia, y de la tierra del teatro Bolshoi siempre crecer una buena puesta en escena. Al país de Lenin no le puede faltar estrategia.

Lo que no esperábamos de Moscú era el fútbol. Moscú son sus doce millones de habitantes, mil kilómetros cuadrados, doscientos setenta y seis kilómetros de Metro, con doce líneas y 173 estaciones, una maravilla subterránea por la que giran cada día nueve millones de personas. Una cotidianeidad que no se altera con el Mundial. Es la revolución, el Kremlin, los residuos de la KGB, el río Moscova que lo serpentea, las siete hermanas de Stalín repartidas hasta el cielo, es el llamado de Moscú como clave de lo imperativo. Lo que sea. Y aunque tenga sus equipos, una historia, el mural de Lev Yasin, Moscú no era el fútbol. Hasta ahora. “Rusia tiene reputación de que nunca ha conquistado la Copa del Mundo. La noticia es que a partir de mañana el fútbol conquistará a Rusia”, dijo Infantino en la apertura del Congreso.

Todos, desde la FIFA hasta Putin, prometen lo monumental, como si no fuera posible otra cosa en el país más grande del mundo. Putin es admirador de Pedro I, el que cambió a Rusia, la enclavó con Europa y la modernizó. El Luzhniki, un estadio gobernado por la estatua de Lenin, está a la altura de esa misión. Una vez que termine la apertura, saldrán a la cancha Rusia y Arabia Saudita, que no son selecciones que despierten ansiedad más allá de sus hinchas. Pero la Argentina siempre tiene a sus argentinos en el lugar del hecho. El árbitro va a ser Néstor Pitana, con la asistencia de Juan Pablo Bellati y Hernán Maidana. Y el entrenador de Arabia Saudita es Juan Antonio Pizzi.

En la tribuna estará mirándolo el ex agente de la KGB que una vez volvió del descanso para convertirse en primer ministro de Boris Yeltsin. Hasta que Yeltsin renunció y él tomó el poder. Nunca lo soltó. Y aunque ame el judo y disfrute más de deportes de invierno como el hockey sobre hielo y el esquí, Putin ahora tiene su Mundial. No le gusta el fútbol –como lo supo Mauricio Macri cuando quiso romper el hielo y se topó con su mirada sibérica- pero sabe para qué usarlo.