La infancia es un tiempo de revelaciones. Una de las primeras que tuve, a los seis o siete años, se produjo en el modesto espacio de una lechería de la esquina de mi casa, un tipo de negocio que ya es casi una curiosidad arqueológica. Por ese entonces las galletitas se vendían sueltas y eran exhibidas en grandes latas que tenían un ojo de buey a través del cual se veía un cardumen inmóvil. Cada lata mostraba especies diferentes. Un día entré de la mano de mi madre a comprar galletitas. La dueña de la lechería bajó la lata que le indicaba mi madre y puso sobre el plato de su balanza triangular un puñado que estimó que respondía al peso requerido. Se tomó unos segundos para fijarse atentamente en lo que marcaba el fiel de la balanza y con una pinza sacó dos galletitas que, de acuerdo a su observación, consideró que sobraban y las devolvió a la lata. 

Ese pequeño gesto me hizo pensar que el afán de exactitud puede inducir a la mezquindad. Pero luego entendí, como dice el refrán tautológico, que «lo justo es justo» y que el fiel de la balanza tiene o debería tener carácter sagrado, por lo que es preciso hacer exactamente lo que él indica, aunque a alguien le moleste como a mí en este caso. No sé qué incremento en su patrimonio pueden haberle reportado a la dueña de la lechería las dos galletitas que sacó del plato de la balanza, pero ella respondió a un criterio objetivo, hizo lo que tenía hacer y, seguramente, esa noche durmió tranquila por aquel acto de justicia de entrecasa.

Recordé a esa mujer cuando en primer año del secundario aprendí que entre los griegos la diosa de la Justicia era mujer, se llamaba Themis, tenía los ojos vendados y llevaba en una mano una espada y, en la otra, una balanza. Quizá no fuera una simple coincidencia. Es cierto que la diosa griega impartía justicia en el Olimpo y la otra justiciera, en una lechería en Pasco y Constitución. También es cierto que la diosa tenía, como corresponde, un nombre divino y la dueña de la lechería se llamaba Amparo. Que la primera esgrimía una espada y la otra, una escoba. Que una tenía los ojos vendados y la otra, bien abiertos. Pero en el fondo, esos eran sólo detalles. Las dos tenían hambre de ecuanimidad.

En el antiguo Egipto la diosa de la Justicia también era mujer. Se llamaba Maat. En su viaje al Más Allá el corazón de los muertos era pesado en una balanza. En un platillo se colocaba el corazón. En el otro, Maat depositaba la pluma de un avestruz. Si el corazón pesaba más que la pluma era una señal de que su dueño no había sido virtuoso. En este caso, un dios temible con cabeza de cocodrilo era el encargado de hacer justicia devorando al corazón culpable. La escena se desenvolvía ante un tribunal de dioses que vaya uno a saber si no se retrasaban a veces en su tarea y se dedicaban a acumular expedientes polvorientos que aún esperan justicia en los tribunales argentinos.

Hace apenas algunos años, un físico de Estados Unidos aseguró que la existencia del alma puede acreditarse por medio de una balanza. Los muertos recientes pesan 21 gramos menos que en el momento mismo de irse de este mundo, cuando se supone que el alma se separa del cuerpo. Quizá la balanza no mienta, pero el fallo del físico, como tantos otros, está viciado de nulidad. Hay gente que pesa exactamente igual antes que después ¿Debería considerarse en este caso que el alma tuvo problemas en el despegue por viajar en un vuelo low cost? ¿O es que hay gente que no tiene alma?

Un cuento, «La balanza de los Balek», del Premio Nobel alemán Heinrich Böll, me demostró que hasta el fiel de la balanza puede ser infiel. Los Balek, señores de un pueblo donde la mayoría vivía de manera miserable, eran propietarios de grandes extensiones de bosques. «(…)la balanza de los Balek –dice el narrador de este cuento–, antigua y de bronce dorado, no daba la impresión de poder engañar; cinco generaciones habían confiado al negro fiel de la balanza lo que con ahínco infantil recogían en el bosque». Sin embargo, el abuelo del narrador, siendo todavía un chico descubre un día que en el fiel de la balanza anida una trampa  y decide reclamar lo que le deben. «Todo esto –dice mostrándole a su dueña unos guijarros que tiene en la palma de la mano– cincuenta y cinco gramos, es lo que falta en medio kilo de su justicia. Y antes de que la señora pudiera decir nada, los hombres y mujeres que había en la iglesia entonaron el canto: ‘La Justicia de la tierra, oh, Señor, te dio muerte…’.» De allí en más, «cada domingo, en cuanto los Balek entraban a la iglesia, se entonaba el canto ‘La Justicia de la tierra, oh señor, te dio muerte’, hasta que el comandante del distrito ordenó hacer un pregón en todos los pueblos diciendo que quedaba prohibido aquel himno.»

Soy atea, pero creo en la gramática, y si es cierto, como me enseñaron en el primario, que una oración es lo que va de un punto hasta otro punto, estaría dispuesta a orar (o a oracionar) con el objetivo de que el mensaje le llegue de una vez por todas al punto –perdón por la expresión arrabalera– que le tiene que llegar.

Por eso me pliego a la Oración a la Justicia de María Elena Walsh: «Señora de ojos vendados /con la espada y la balanza/a los justos humillados/ no les robes la esperanza /Dales la razón y llora /porque ya es hora». «