En el alba 17 de junio de 1980 la presidenta boliviana, Lidia Gueiler, despertó sobresaltada por el persistente ruido de un helicóptero y disparos que sonaban a la distancia. La radio transmitía la marcha Talacocha, un signo inequívoco de que su mandato acababa de finalizar de manera abrupta. 

El golpe de Estado se inició con el levantamiento de una unidad militar de Trinidad, capital del departamento del Beni. El emprendimiento del general Luis García Meza y el coronel Luis Arce Gómez había contado con el apoyo de bandas fascistas reclutadas por el criminal nazi Klaus Barbie, junto con el financiamiento del “Barón de la Cocaína”, Roberto Suárez, y un selecto grupo de empresarios santacruceños, además del know-how de unos 150 oficiales del Batallón 601 de Inteligencia del Ejército argentino.

García Meza fue sustituido en 1981 por el general Torrelio Villa, desplazado a su vez por el general Vildoso Calderón en 1982. Hasta el 10 de octubre, cuando tras colapsar la dictadura militar asumió Hernán Siles Suazo en calidad de mandatario constitucional.  

Desde entonces se creyó que los gobiernos de facto en Bolivia estaban definitivamente superados. No fue así.

Durante el mediodía del 12 de noviembre ya recorría el mundo la foto de la autoproclamada presidenta Jeanine Añez con una Biblia entre las manos, cuando un jefe militar en uniforme de combate le colocaba la banda tricolor en un recinto parlamentario con solo 5 legisladores en sus bancas.

Tal tragedia histórica se consumó el fin se semana anterior, cuando las hordas del fascismo cívico desataron la violencia. Los ataques incendiarios y saqueos en los hogares de funcionarios del proceso de cambio y dirigentes del Movimiento al Socialismo (MAS), aderezados con algunos linchamientos, se extendían en las principales ciudades del país. Entonces entró en escena el jefe de la Fuerza Armada de Bolivia (FAB), Williams Kaliman, para “sugerirle” a Evo Morales su renuncia. Una vez logrado tal cometido, su siguiente paso fue la intervención del ejército en apoyo a la policía, completamente desbordada por la marea campesina que bajaba de El Alto hacia el centro de La Paz. 

De modo que a diferencia de los “golpes blandos” –que liquidaron con trucos parlamentarios a gobiernos como el de Fernando Lugo en Paraguay y el de Vilma Rousseff en Brasil–, este terminó siendo un putsch de tipo militar. Una vuelta al clasicismo. Y rematada por la torpe entronización de la tal Añez. 

Es obvio que el caótico devenir de los hechos no formaba parte del plan urdido por quienes encabezaron el asunto; habría que saber si éstos en realidad habían previsto un escenario que no se limitara únicamente al derrocamiento y la persecución del presidente constitucional y sus funcionarios. La calaña del bloque golpista –integrado por civiles de la ultraderecha santacruceña, la clase política liderada por el vencido candidato Carlos Meza, un sector eclesiástico y el cabecilla de la OEA, Luis Almagro– admite semejante posibilidad. Pero al respecto aún persiste una duda: ¿el general Kaliman es un tiempista o desde el principio fue parte del complot? 

Sea como fuere, esta historia significa el retorno a sangre y fuego de la cuestión castrense en América Latina. 

En lo inmediato, el derrocamiento de Evo reconfigura el mapa político de toda la región. También condiciona al futuro gobierno argentino. Y no sin los ominosos acordes de la música militar. 

En este punto habría que retroceder al 29 de mayo de 2018, Fue cuando Mauricio Macri celebró el Día del Ejército en el Colegio Militar. Esa vez, con tono sombrío, oficializó su anhelo de que las Fuerzas Armadas realicen tareas de seguridad interior. Algo expresamente vedado por le ley. Pero eso para él no significaba un escollo. 

En la segunda mitad de aquel año envió una tanda de tropas del Ejército y la Fuerza Aérea a la frontera Norte (una franja comprendida entre Misiones y Salta) para ofrecer apoyo logístico a la Gendarmería.

Poco después –el 18 de agosto– se instaló en Jujuy, con el visto bueno del gobernador Gerardo Morales, una base militar en La Quiaca con la excusa de la lucha contra el narcotráfico, el contrabando y la trata de personas.

A mediados de septiembre pasado fueron llevados en una formación del Belgrano Cargas unos 1.200 soldados de la Brigada Aerotransportada IV del Ejército a la localidad jujeña de Palpalá para un ejercicio bélico bautizado con el criterioso nombre de “Vicuña en el Horizonte”.

También en esa provincia fronteriza con Bolivia se realizaron otras dos actividades castrenses dignas de ser consideradas: un cursillo sobre armas de tiro curvo para efectivos de la V Brigada de Montaña, que incluía la ascensión al Cerro Negro, y prácticas de tiro con proyectiles calibre 155 en la localidad de Salinas Grandes para 150 efectivos del Grupo de Artillería 15. Notable fue que el desplazamiento de tropas a tales efectos ocurriera el 14 de noviembre, mientras el país vecino se convulsionaba.

Por esas horas, los diputados y senadores votaban en Buenos Aires el repudio al golpe en Bolivia. Pero la bancada de Cambiemos se abstenía. El gran empeño del macrismo por no calificar de “golpista” el derrocamiento de un presidente constitucional –un negacionismo compartido con sus aliados– supo extenderse como una mancha venenosa a través de la parte “sana” de la sociedad. ¿Acaso esa es la clase de oposición con el cual el gobierno entrante tendrá que lidiar?