En la película Vice, dirigida por Adam McKay, sobre el ex vicepresidente Dick Cheney -en una soberbia caracterización de Christian Bale- se revela algo que pasó inadvertido durante la administración de George W. Bush, que impulsó una política agresiva en favor de las corporaciones vinculadas a la energía fósil. En un tramo del filme, de 2018, un asesor de imagen del Partido Republicano sugiere esquivar el debate entre ambientalistas y negacionistas de un modo sutil: «¿Y si en lugar de calentamiento global, que todos estamos de acuerdo que suena muy aterrador, lo llamamos … Cambio climático?».

Cheney, como gran parte del gabinete de Bush, formaba parte de ese grupo de dirigentes que aprovechan lo que se llama “puertas giratorias”. Cuando están en la función pública, diseñan políticas que benefician a empresas que luego los contratan hasta una nueva ronda en la administración. Con Bush hijo, las multinacionales de la energía, la industria bélica y la construcción prosperaron como nunca gracias a las guerras iniciadas desde el 2001 en varios países petroleros asiáticos, desde Afganistán e Irak, luego del 11-S, hace de esto 20 años. Un negeocio redondo.

El interregno de Barack Obama significó una pequeñísima diferencia en relación con esta política de “genocidio ambiental”, ya que se convirtió en uno de los impulsores de las Cumbres por el Medio Ambiente (o debiera decirse, del Cambio Climático), a las que adhirió con un convencimiento poco usual en Washington.

Se trata de un encuentro anual del más alto nivel organizado por la ONU desde hace un cuarto de siglo en el que Estados Unidos cumplió un papel de morigerador, de calmar las aguas para que nada sustancial pase. O para que hayan diseñado políticas de resultado apenas declarativo.

Así y todo, entre el Protocolo de Kyoto, de 1997, y el Acuerdo de París de 2015 hubo un acercamiento estadounidense a coordinar acciones para reducir la emisión de gases de efecto invernadero y otras medidas que deberían haber entrado en vigencia en 2020.Pero pasaron cosas. Con Donald Trump, en 2017, la Casa Blanca retomó su agenda negacionista.

Entre las primeras medidas del empresario inmobiliario figuró dar un portazo al Acuerdo de París. Por si quedaban dudas, designó como secretario de Estado a Rex Wayne Tillerson, que era director ejecutivo de Exxon Mobil Corporation. Venido de la industria petrolera y vinculado a Rusia por negocios del ramo.

Trump lo echó brutalmente en marzo de 2018 y nombró en su lugar a Mike Pompeo, un político habitualmente financiado por los hermanos Koch, dueños de empresas ligadas a la energía fósil y grandes sponsors del negacionismo. Que habían sido, también, los mayores apoyos de Cheney, que también había trabajado en sus tiempos fuera del poder político, para firmas como Halliburton, con intereses en el petróleo, en la guerra, y en la reconstrucción de Irak, sin ir más lejos.

Ahora Joe Biden quiere dar un volantazo a la política ambiental de Estados Unidos y se propone modificar el perfil energético de su país. Sería un giro revolucionario en el país que tiene uno de los índices per cápita más elevado del planeta en contaminación ambiental, y en total arroja a la atmósfera el 13% de las emisiones globales. Pero conviene tener en cuenta un dato: el hijo de Biden, Hunter, integró el directorio de una empresa de energía ucraniana luego del golpe contra Viktor Yanukovich, en 2014, como le recordó agriamente Trump en 2019. 

En su enfrentamiento con China, el gran competidor en la lucha por la primacía mundial, EEUU esgrime ahora una política defensora del medio ambiente que puede hacer mella en el gigante asiático, que es el mayor contaminador de la Tierra, con casi el 30 % de las emisiones totales. El argumento que siempre utilizaron los chinos fue que, por persona, son menos contaminantes. Solo que tienen una población de 1400 millones y eso explica en nivel general.

El otro argumento, que comparten en cierto modo países en vías de desarrollo, es que naciones que ahora están a la cabeza de la lucha contra el calentamiento global -llamémoslo así, para que rabie Cheney- son las mayores potencias industriales del mundo. Para llegar a esa instancia pasaron por una etapa de altas contaminación. Lo que oculta es esa “repentina” vocación ambientalista es la estrategia de no dejar crecer a otros países.

Lo concreto es que si no hay consenso entre los más grandes y no se financia la reconversión necesaria para reducir las emisiones, solo quedará una nueva cumbre con efectos declarativos para seguir pateando la pelota para adelante. Y adelante, coinciden los investigadores, hay un futuro cargado de gases letales para la humanidad, cuando menos.