Hace tiempo que el Bronx ya no da miedo. En el vagón del metro que escala hacia el Uptown este sábado no hay ni pandilleros ni figuras que metan miedo a nadie. Sólo familias en plan de weekend y obreros de caras cansadas que vuelven a sus domicilios después de ganarse el salario del miedo en los rascacielos del frío y frígido Downtown de la isla de Manhattan. También unos hinchas que peregrinan para algún partido de los New York Yankees. Estos muchachos no tienen pinta de bravos. Sí de pesados. Y pintas, de cerveza.

Erecto, casi hundiéndose en el vecino río Harlem, el Yankee Stadium, XXL, es orgullo y jactancia de cada varón del Bronx. Caben más de 50 mil almas sentadas. Una catedral para las misas ricoteras de las Grandes Ligas de béisbol. Joya arquitectónica cuya fama compite –sin ganarle nunca- con la de nuestra Bombonera.

Después del estadio, el Zoológico es otro de los pocos must del barrio que figuran en las guías de turismo. Las que advierten con alarma sobre horarios peligrosos y zonas de riesgo que conviene a toda costa evitar. Quien sea indiferente a la intimidación histérica, y se deje llevar por el metro algunas estaciones más arriba, llegará al corazón delator del distrito más poblado de los Estados Unidos, donde un millón y medio de personas cohabitan en uno de los ambientes más multiétnicos y multiculturales de este país que, al menos hasta la llegada de Donald Trump al poder, se proclamaba nación de inmigrantes y crisol de razas.

Al salir de la estación de Kingsbridge Road, en el barrio de Fordham, la ancha avenida Grand Concourse deja ver curtidos edificios de ladrillo a la vista y escaleras de emergencia algo oxidadas que se pierden en el horizonte. Fordham se llama la universidad de los jesuitas. Fue fundada en 1841. Si pensamos que en Manhattan los católicos tuvieron vedado hasta el siglo XX el acceso a la educación superior, nos dan ganas de hacer un brindis por el democrático distrito del Bronx.


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Ni básquet, ni fútbol americano, ni béisbol. Unos pibes de potrero le pegan duro y parejo a una número cinco en la esquina de Kingsbridge y la Grand Concourse. Los hispanos son más de la mitad del Bronx (los afroamericanos son un tercio). Y desde hace décadas impusieron la pasión futbolera en el borough. Su influencia no se acota al universo deportivo. Los latinos vienen ganando terreno en muy diversos espacios. La irrupción en las últimas elecciones legislativas de la joven demócrata Alexandria Ocasio-Cortez, de raíces puertorriqueñas y obreras, fue el último gran sacudón latino por estos pagos. “Vamos a construir un movimiento más amplio para la justicia social, económica y racial en los Estados Unidos”, prometió la ex camarera y activista, la noche en que resultó elegida como la diputada más joven del país del norte. Ocasio-Cortez tiene, apenas, 29 años.

El cuervo y la tuberculosis

A esta centenaria cabaña de estilo holandés se la ve a pasitos de la estación de Kingsbridge. Está rodeada de asfalto, enclavada en una isla. En este sencillo cobijo de madera de principios del siglo XIX vivió uno de los padres fundadores de la literatura norteamericana. Edgar Allan Poe vivía en el Bronx cuando el barrio estaba en pañales. Era más rural que urbano. O era, sin más, puro campo. “Trate de imaginarse el paisaje. Había una herrería, un hotel y un par de tabernas. No mucho más. Poe llega en el año 1846 con su esposa y su tía. En ese tiempo, la ciudad, como mucho, llegaba hasta Times Square, la actual calle 46 de Manhattan. El resto era campo virgen.” Esto explica Glen Martínez, el celoso cuidador de lo que es un tesoro para fans del maestro universal del cuento extraño, la narrativa policial y, por raro que suene, el “poema de suspenso”.


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Martínez tiene 36 años, se corta la barba al estilo Abraham Lincoln y sabe mil y una historias sobre Poe. “Y mire que no estudié literatura. Hasta hace cuatro años arreglaba computadoras. Un trabajo realmente de terror. Pero esto es otra cosa. Acá la gente viene con una sonrisa, para  conocer de primera mano la historia de Poe”, cuenta este muchacho hijo de migrantes dominicanos que a finales de los años setenta buscaron hacer realidad in situ su American Dream.

Martínez pasa revista al austero interior de la cabaña: una mecedora, una cama y un espejo son las únicas piezas originales del autor de La filosofía del mobiliario. Nos  cuenta que Poe llegó a estos pagos en busca de cura o tratamiento para la tuberculosis de su esposa Virginia. “Que era su prima, con la que se había casado cuando ella tenía 13 años.” Virginia estaba muy enferma de tisis y los médicos le recomendaron aire fresco y escapar de la ciudad. “Así fue que llegaron al Bronx, con los bolsillos muy flacos.”

Por entonces, Poe ya era conocido en los círculos literarios. Había logrado cierta notoriedad (o cierto escándalo) tras la publicación de su poema El cuervo (1845). Con poca suerte, intentaba ganarse la vida en la prensa popular trabajando como filoso crítico. Llegar a fin de mes era siempre un problema para el bostoniano. Martínez cuenta que el escritor juntaba las monedas para pagar los 100 dólares anuales que costaba el alquiler de la cabaña. Un número doce veces menor que los 1200 billetes verdes que piden ahora en el barrio por el alquiler mensual de un ambiente. Los 18 dólares que Martínez gana por hora no le alcanzan para alquilar. Comparte casa con sus parientes. Hasta que no consiga un segundo empleo, el día de la independencia puede esperar.

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Doblan las campanas

En aquel Bronx decimonónico Poe no encontró escritores, periodistas ni editores con quienes conversar. Pero sí atentos religiosos que vivían muy cerca. En la Universidad de Fordham. Por sus aulas pasaron el actor Denzel Washington, la cantante Lana Del Rey, el escritor Don DeLillo. Y hasta Donald Trump, aunque el presidente N° 45 de Estados Unidos no completó allí sus estudios. Poe fue asiduo visitante de la biblioteca. Aprovechaba para departir con los sacerdotes, compartía el humo de los cigarros y además generosas copas de la sangre de Cristo. Eso sí, nos aclara Martínez: nunca discutían sobre religión. “Los sacerdotes eran 7 por 24 hablando de Dios. Seguro que con Poe aprovechaban para salir de esos temas celestiales.” Preferían hablar de literatura, o de asuntos más terrenales. 

El cuidado y sostén de la cabaña corre por cuenta de la Sociedad Histórica del Bronx. Los visitantes también aportan, a razón de cinco dólares por cabeza. El merchandising es otra fuente de ingresos. Misteriosamente no se venden libros. Pero sí tazas con el retrato icónico del autor de La caída de la casa Usher a U$S 8, llaveros a U$S 6,48. Y no, no insistan, los cuervos embalsamados no están a la venta.


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En los tres años que Poe pasa en el Bronx hasta su muerte en 1849, borracho en las calles nocturnas de Baltimore –en circunstancias que aún despiertan acaloradas especulaciones dignas de sus cuentos-, su producción literaria, seriamente afectada por la muerte de Virginia, es frágil, espesa y sombría como la muerte. El poema gótico Las campanas pertenece a este período oscurísimo. Una sinfonía lúgubre, funeraria, inspirada por el compás de las campanas de la iglesia de Fordham, que recuerdan la agonía de su mujer.

“Si me da a elegir, me quedo con los cuentos. Mi favorito es El corazón delator, porque es un relato que parece escrito hace dos semanas. Con esa delgada línea que separa la locura y la cordura”, se despide el cuidador Martínez al cerrar la recorrida. Y añade: “Un tema muy actual para este país.” En Estados Unidos ya no asustan los clásicos cuentos de terror de Edgar Allan Poe. Más aterran unos clásicos modernos: los tuits del presidente que no terminó sus estudios ahí en Fordham, en el Bronx. «