Camilla Croso señala dos momentos en la discusión global sobre la educación, en rigor dos documentos, que sistematizan dos enfoques sobre la misma problemática que podrían parecer similares pero no lo son. Uno es la iniciativa «Educación para Todos», el compromiso mundial impulsado por la Unesco en 2000 para dar educación básica de calidad a todos los niños y adolescentes. El otro es «Aprendizaje para todos», publicado en 2011 por el Banco Mundial como parte de su informe Estrategia de Educación 2020. Para la especialista brasileña, coordinadora general de la Campaña Latinoamericana por el Derecho a la Educación (CLADE) y presidenta de la Campaña Mundial por la Educación, ese desplazamiento semántico no es inocente.

«Es una gran preocupación, porque aprendizaje no es lo mismo que educación –sostiene Croso, de paso por Buenos Aires para participar del seminario «Viejas y nuevas formas de mercantilización de la educación»–. A lo que se apunta es a instalar una perspectiva individualista del proceso de enseñanza, alejado de su impacto social y del sentido de bien común, democrático y participativo, una perspectiva de consumo, es decir, de consumo de paquetes de aprendizaje que se compran y venden y que responden exclusivamente a las posibilidades de inserción laboral en el mercado. El paradigma del aprendizaje, el «learning for all», que es el título de ese documento del Banco Mundial en 2011, está articulado directamente con la empleabilidad, con la idea del estudiante como emprendedor y el aprendizaje como mercancía. Se trata de la adquisición de herramientas básicas y, en consecuencia, de la posibilidad de obtener resultados mensurables respecto de esos aprendizajes, o sea, las pruebas estandarizadas».

Pasado mañana, alumnos de escuelas públicas y privadas de todo el país se someterán a estas pruebas en el Operativo Aprender 2017, que impulsa el Ministerio de Educación de la Nación y que ya fueron rechazadas por buena parte de la comunidad educativa el año pasado –hubo un alto grado de ausentismo y muchos estudiantes entregaron la hoja en blanco–, porque no tienen en cuenta los diferentes contextos socioeducativos, se inscriben en una lógica de mercantilización de la enseñanza y sus resultados no se usan para diseñar políticas públicas.

–¿Quiénes son los actores que presionan por la realización de este tipo de pruebas?

–Son muchos y muy fuertes, y hablan sistemáticamente de aprendizaje, no de educación. Y esto no es una distorsión tecnocrática del discurso. El Banco Mundial, decenas de think tanks y fundaciones financiadas por conglomerados empresarios –como aquí la Red Educa o Educar 2050–, por supuesto la OCDE (Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos), y ahora  la Comisión Internacional sobre la Financiación de las Oportunidades de Educación Mundial, que preside el exministro británico Gordon Brown, que utiliza el eslogan de la «learning generation», todos apuntan a la idea de la evaluación como un fin en sí mismo. El frenesí por estas pruebas, que no son ni formativas ni participativas, ni buscan generar mejoras en las políticas públicas, construye un paradigma de homogeneización. Y crea, además, una suerte de superministerios de Educación globales, donde la toma de decisiones queda fuera del ámbito de los Estados, que abdican de su soberanía en la materia, y entonces los que deciden son las agencias de cooperación, los bancos, los fondos de inversión, grupos de poder que tienen una agenda en común, que es la de una educación minimalista, que sólo produzca competencias, lo que llaman skills. En ese modelo emprendedorista, la responsabilidad del éxito es individual, y se desdibuja el rol del Estado como garante de la educación. En este contexto, el debate por el derecho a la educación queda desplazado.

–¿Qué alternativas hay ante esta avanzada homogeneizante?

–Todos los tratados y declaraciones internacionales están ahí, proponiendo modelos educativos inclusivos, equitativos y de calidad, de modo que hay un espacio de enorme legitimidad donde dar esta lucha. En estos temas, el multilateralismo sigue siendo una apuesta fundamental. Hay que lograr impulsar ese debate en cada uno de los países, por medio de la movilización social, del debate público.

–Aquí, particularmente en Buenos Aires, el proyecto «Secundaria del futuro» se anunció sin ser debatido con la comunidad educativa.

–Lo mismo pasó en Brasil. Y pasó porque desafortunadamente mi país vive hoy un estado de excepción, con un gobierno ilegítimo. La reforma en la escuela secundaria que impulsan en Brasil prevé que haya sólo tres disciplinas obligatorias: portugués, matemáticas e inglés. Una mirada reduccionista asociada a la disminución de la carga horaria docente y a lo que llaman flexibilización curricular, que suena muy bonito pero no lo es. Se habla de «recorridos» educativos, de ciencias exactas, biológicas, humanas y técnico-profesionales, que en realidad muchísimos municipios brasileños, muy pequeños, no podrán ofrecer, porque no estarán obligados a hacerlo. Eso generará una profunda segregación educativa, empobreciendo aun más la oferta de enseñanza para los más pobres, que se reducirá a cursos técnicos dados por personas a las que ni siquiera se les exigirá formación docente, bastando lo que llaman el «notorio saber». Además, se abre para estos cursos la posibilidad de alianzas público-privadas, incluyendo, como aquí, las pasantías en empresas, y también la educación a distancia. Todo esto en un escenario de profundo desfinanciamiento. Es un verdadero desmonte de la educación. Yo tengo la esperanza de que todo esto sea revisado. Pero la mercantilización de la educación avanza, bajo la premisa de que los pobres también son clientes. Las llamadas low fee privates schools que se instalan en países pobres de Asia, África y el Caribe son como el McDonald’s de la educación, donde los docentes ya leen contenidos absolutamente estandarizados, directamente de la tablet. «