Una parte de la cultura democrática pareció responder al viejo disco de La Máquina de Hacer Pájaros (¿Qué se puede hacer salvo ver películas?) con otro mandato: «¿Qué se puede hacer salvo hablar de la dictadura?». Así actuó el cine de la transición, que funcionó como funciona el cine (con las costuras de sus negociaciones presupuestarias a la luz), con la sombra alfonsinista asomada. Ya se escribió sobre esto. Se pueden repasar los ensayos de Fogwill sobre «el destape» y la patota cultural. Pero el tema vuelve, no abandona. Cuando murió Spinetta, el homenaje de la TV progresista fue clásico: sus canciones montadas con las imágenes sensibles de aquellos años. Así, el disco de Invisible El jardín de los presentes sonó su lírica: «Los libros de la buena memoria» o «Las golondrinas de Plaza de Mayo» se articulaban con las mismas Madres de Plaza de Mayo en blanco y negro. Lo que desconocían los montajistas eran las opiniones y el contexto de ese disco y de Spinetta (portador de posiciones más controvertidas que las valoraciones estandarizadas que todo «artista» debe tener sobre la Historia). Dicho mal y pronto: la articulación entre esas canciones y el contexto político se da en el inconsciente de Spinetta, pero no fueron deliberadas. Pedro Aznar reconoció que no entendía del todo lo que cantaba cuando cantaba «Canción de Alicia en el país», en 1980. «Entendió» después. Las contraseñas de esas «disidencias» eran parte de un sistema menos coagulado que el de las memorias militantes. Pero ahora me interesa abordar un libro de poesía publicado en 1977.

La editorial Gog & Magog este año publicó la poesía reunida de Alicia Genovese. Alicia nació en Lomas de Zamora en 1953, es hija de un hogar que llamaríamos «proletario» al modo en que eso configura una Argentina industrial en el Gran Buenos Aires y en las aspiraciones «naturales» con que esa clase alguna vez homogénea empujaba a sus hijos a cruzar el puente a la ciudad y la universidad. Así fue. (De hecho hoy Alicia dirige la primera cátedra de poesía argentina en la UBA).  

Alguna vez con eficacia alguien llamó a la poesía de Alicia «lírica reflexiva» y eso no querría decir otra cosa que el modo en que anuda el corazón a su mente para escribir lo que ve, lo que siente, lo que ve en lo que siente, lo que siente en lo que ve. Como la cámara de Wim Wenders, su poesía viaja hacia un afuera/adentro, es una poética de ruta, poema-carretera, poema-río, y lo que describe, lo que anota, es parte de una significación secreta y sentida, pero en esa inscripción su mano de seda se lleva las cosas al bolsillo (Camino negro, Italia, San Telmo, el Delta). Como toda obra reunida es una biblioteca (eso también es la Biblia), y el título es categórico: La línea del desierto. La línea del desierto también se llama un libro hasta ahora inédito que fue incluido y que llamativamente abre la serie y que funciona como una aplanadora poética: es simplemente deslumbrante («Nuestro breve círculo, amigos, / es el afuera también, / nuestra hoguera tendida en el desierto»). Pero el orden cronológico sigue y después del «desierto» aparece su primer libro: El cielo posible. De este cielo quiero hablar. 

Quienes conocemos su vida, damos cuenta de los periplos políticos, de la militancia en el comunismo de los años ’70. Alicia cultivó sobre eso una discreción admirable que contribuyó además, en una generación tan narrada, a la verosimilitud del relato. Y así como la «doble voz» micropolítica se hizo presente en sus libros, es decir, la conciencia de clase y género, y si bien cultivó y teorizó sin pisarse nunca (es poeta y ensayista manteniendo la autonomía de esos registros), en sus libros, de un modo más lento, se fueron destilando pasajes de su historia política, como ráfagas de imágenes entrecortadas que se cifran en versos como «papeles tirados al inodoro» (del poema «Retrospectiva», del libro Anónima, 1993) o el allanamiento policial en la pensión donde vivía (Puentes, 1998). Como si eso que «escondió» retornara de a poco. Como si esos papeles arrojados al inodoro, por ende al río, reaparecieran en fragmentos flotantes sobre las orillas en las que camina.

El cielo posible, publicado en 1977 por El escarabajo de oro, resulta un objeto desenterrado que no hace las veces de «Memoria» tal como conocemos esa «cultura de los vencidos», sino como texto «de época» que dice lo que ve y siente lo que dice, y la cosa diríamos que empieza ya en el juego del título. El cielo posible parece dialogar con las consignas de su estación: «tomar el cielo por asalto», «seamos realistas, pidamos lo imposible». El cielo posible es un repliegue también, un libro de anotaciones precisas cuyo primer poema tiene un epígrafe de Spinetta («La noche llega y tal vez mañana / no exista el tiempo con sombras»).

Pensé en el chiste capusottiano de leer en cada canción referencias a la marihuana, cuando recordé mi obsesión en la lectura de este libro que tuve en mis manos por primera vez en 1994, y que ya me pareció una joya poética. No pude eludir la fijación de leer «la dictadura», la «guerra social». Los poemas están fechados. Mes y año. El primero dice: Abr/74. Otro poema que se llama «Exilio», fechado en Ago/76, dice: «hojas arrugadas / contra el empedrado // y el calor de los amigos / que retorna con la llovizna // las sirenas persisten en el aire / de una callecita desguarnecida». Y así en todo el libro se cruzan «soldados que buscan lumbre», «monjas disfrazadas de silencio» o «las casas desaparecen». Las influencias (Pizarnik, Vallejo, Spinetta) están ahí, como también la prematura presencia de su voz tan única. Pero este espejismo de «lectura política» lo podemos defender en la cancha. Otro poema («Adagio») nos arroja su credo: «sobre un territorio tomado sin banderas / imposible soñar». Alicia se sintió sorprendida, aunque con media sonrisa, ante esta lectura «política». Es que a esta altura de la soirée, y en la lectura de una obra poética fundamental, recojo su vieja bandera roja del piso. Un poco abandonada, un poco pisada en la marcha del abandono. Pasó todo: la vida, la poesía, la maternidad, la democracia y los desencantos. Los muertos y los vivos. Y tal vez se revela la virtud escondida de este libro como si fuera la primera ley del desierto: nombrar las cosas a tiempo. Fuera de la acción de las pandillas del estilo, quizás eso sí se llame «justicia poética». «