Celso Amorim es un hombre de Itamaraty, que fue canciller durante todo el gobierno de Lula da Silva (2003-2011), pero ya había ocupado ese cargo en la gestión de Itamar Franco, entre 1993 y 1994, y luego fue embajador de Brasil en la ONU con Fernando Henrique Cardoso. Sin embargo, está identificado como un cuadro político del Partido de los Trabajadores y su nombre suena en todos los escenarios posibles, tanto sea para candidatearse a presidente si Lula es excluido, como para vice si el exobrero metalúrgico finalmente puede presentarse en octubre.

–¿Cuál será el futuro de Lula? ¿Sale libre?, ¿puede ser elegido?

–Tenemos que trabajar con la convicción de que va salir libre. Y que tenga el derecho de ser candidato. Porque es el que el pueblo brasileño desea. ¿Cómo tienen el coraje de hablar de democracia si la esencia de la democracia es la soberanía popular, y la voluntad del pueblo es que Lula esté libre y que sea candidato y que gane la elección? No hay duda de que su detención no es una cuestión técnica que solamente un juez puede analizar. La sentencia del juez (Sergio) Moro ha sido analizada urbi et orbi por especialistas. No conozco un académico que haya defendido la sentencia. Puede ser que haya pero yo no lo conozco. Y la vieron académicos de todo el mundo, incluso de Argentina, de Italia, que son muy críticos de la sentencia que llevó a la prisión a Lula. En la democracia de Grecia había un sistema por el cual los tribunales populares podían revisar lo que decían los tribunales más pequeños, de los arcontes. El gran tribunal popular es el pueblo. Que se deje al pueblo juzgar entonces. Y yo estoy seguro de que el pueblo va a decir que Lula es inocente y que es la mejor persona para ser presidente.

–Usted suele decir que fue un error haber subestimado la reacción de la derecha. ¿Creyeron que la derecha se había hecho democrática?

–Juscelino Kubitschek (1956-1961), que era progresista también, hizo una alianza con un partido laborista (Joao Goulart). El país estaba creciendo y pudo gobernar, pero cuando vino un período de más aprietos económicos, entonces vino la reacción. Ahora en Brasil y en América Latina no fue solamente la derecha local la que se dio cuenta de que estaba perdiendo terreno y maniobró a la clase media. Fueron también intereses internacionales. La gente que forma parte del Estado Profundo en EE UU, que no es (Barack) Obama ni (Donald) Trump, mira la creación de un Consejo de Defensa en Sudamérica, mira la creación de Unasur, un acuerdo que Brasil y Turquía hacen con Irán, los Brics, ¿y no harán nada?

–Una pregunta sobre eso, ¿es cierto que Obama envió una carta en favor de ese acuerdo?

–Obama lo había pedido seis u ocho meses antes, y semanas antes envió una carta reafirmando las mismas condiciones como las que nosotros mantuvimos. Pero había sectores en EE UU, entre ellos Hillary Clinton (entonces secretaria de Estado), que no eran favorables al acuerdo.

–¿Qué explicación dio Obama después de rechazar tan firmemente el acuerdo?

–Los grandes no tienen que dar explicaciones de nada.

–Uno imagina que también hubo enojos cuando Dilma no viajó al encuentro programado para fines de 2013 en Washington.

–Pero esa fue una reacción de dignidad. Dilma había sido espiada, como reveló Edward Snowden, algo que no ha sido jamás negado. Son acciones de independencia que les molestan. Yo trabajé muy bien con algunos diplomáticos norteamericanos, porque teníamos que negociar y hablar. Una vez le dije a uno: «El mejor amigo no es el que está siempre de acuerdo, sino el que comparte valores democráticos similares y puede ver las cosas de otra manera». De un modo un poco cínico y un poco humorístico, me dijo: «Preferimos los que siempre están de acuerdo».

–¿Era de la administración Obama?

–De la administración Clinton, cuando yo era embajador en la ONU.

–Itamaraty siempre fue visto como emblema de un país que quiere ser potencia, pero desde que cayó Dilma es como el furgón de cola de EE UU.

–Itamaraty es un cuerpo profesional muy competente, pero es como un violón (guitarra): si no se lo toca bien, hace todo mal. El hecho es que tiene que haber liderazgo y no hay liderazgo hoy en la política exterior de Brasil, no hay estrategia y, entonces, cosas que tienen que ser instrumento de la diplomacia pasan a ser fines en sí mismos. Los cocteles, las fiestas. Hoy Brasil tiene una política de subordinación estratégica con EE UU. Puede haber desacuerdos como los del acero o de aranceles, pero son desacuerdos menores. Incluso en esos casos las reacciones han sido muy tibias. En relación con la geopolítica en América del Sur, es muy grave que Brasil esté trabajando con EE UU para el aislamiento de Venezuela. No sólo desde el punto de vista ideológico, del pluralismo que debe existir en nuestra región. Lo es desde el punto de vista brasileño como Estado, porque no nos conviene para nada que Venezuela llegue a ser un Vietnam o que haya un golpe militar contra los intereses del pueblo venezolano. Está en nuestra frontera.

–Y en la Amazonia.

–El vicepresidente de EE UU (Mike Pence) estuvo en Brasil y anunció su visita a un campo de refugiados venezolanos en Manaos. ¿Qué tiene que ver él con eso? Ya fue la Cruz Roja Internacional, muy bien, ¿pero por qué el vicepresidente de los EE UU tiene que ir allá? Ese tipo de subordinación mental es lo más grave. La preocupación principal del gobierno es cómo complacer a EE UU.

–Fue muy claro en el proceso de impeachment contra Dilma la cantidad de diputados ultraevangélicos, por así llamarlos.

–El sistema electoral de Brasil es muy perverso, muy inductor de la corrupción. Un diputado, para ser elegido, tiene que ganar a los otros de su partido, que a la vez tiene que ganar la elección en colegios electorales enormes, como el estado de San Pablo. Eso hace a la elección muy cara, gran parte de los casos de corrupción fueron para financiar la campaña. Eso lleva a que sean elegidas personas con fuertes intereses locales. Y hay una clase dominante brasileña que es muy reaccionaria. En el gobierno de Lula tuvimos que convivir con ellos. No ha sido fácil. La gran mayoría de los propietarios agrarios es muy reaccionaria y son los que ahora ayudan a financiar a (Jair) Bolsonaro. Comparten la misma visión, están de acuerdo con él en que si hay un movimiento de campesinos, hay que masacrarlos y quiere armar a la población para reaccionar ante la toma de tierras.

–¿No hubo manera de cambiar el sistema electoral en los años de gobierno del PT?

–Yo creo que en el primer mandato de Lula era imposible porque él llegó con 20% en la Cámara de Diputados. Con aliados de izquierda o centroizquierda llegaba al 30%. Había que tener alianzas con alguna de esas fuerzas. Como el país estaba creciendo mucho por cosas como el commodity boom, eso de alguna disminuyó la agudización de la lucha de clases. Quizás en el segundo mandato se podría haber intentado algo, aunque tampoco había una gran mayoría. Pero hubiera implicado una concentración de esfuerzos que lo habría llevado a dejar de lado otros proyectos, en un país con tantas dificultades, con tantas carencias. Lula hablaba mucho de eso, pero siempre había otra prioridad.

–¿La militancia del PT existe o se dejó de lado?

–Brasil tiene una clase trabajadora mucho más chica en relación con Argentina, y menos organizada. Una gran parte de la población de Brasil vive en condiciones de alienación, en las periferias de las grandes ciudades. Sí sienten que su vida había mejorado, entonces la gran reforma política hoy es elegir a Lula. Y luego sí, tener una nueva constituyente para la reforma política. Pero no podemos salir de la prioridad actual que es luchar por el derecho de Lula a ser elegido porque, pese al sistema político, por la relación directa de Lula con la población, él sería elegido. En el mejor de los casos, el PT no tendrá más que el 20% o el 22%, la izquierda en total, aun con buena  voluntad para considerar qué es izquierda, no pasaría del 28%. Pero él supera todo este escenario. «