Se van.

Después de cuatro años, se van.

Dejan al país peor de como lo recibieron. En crisis económica. Con recesión, inflación, devaluación, pobreza, desempleo y endeudamiento. Por eso tienen razón cuando dicen que dejan la vara muy alta. Es muy difícil superar el combo de promesas incumplidas, empobrecimiento y maltrato a trabajadores y a víctimas de la violencia institucional.

Se van, también, con la talentosa capacidad que tuvieron para vivir en un mundo paralelo en el que se sienten seres moralmente superiores. Están convencidos de que defendieron la democracia, la República y la libertad, aunque jamás estuvieron en riesgo. Aun derrotados, actúan como vencedores y presumen un idílico recuento de gobierno. Construyen su propio relato épico. Un relato imaginario que los deja tranquilos y orgullosos porque son los “honestos” que enfrentaron a los “chorros”. ¿Y las causas judiciales del Correo, las autopistas y los parques eólicos que involucran al presidente saliente, el mismo que en 2015 asumió procesado, el heredero de una fortuna construida con sospechas de sobornos de la obra pública, y los aportes truchos en provincia? No saben, no contestan.

En esa recreación, los que se van olvidan las miserias escuchadas durante estos cuatro años y que, muchas veces, fueron validadas por funcionarios, periodistas oficialistas y votantes macristas.

Como la reaparición estelar de funcionarios negacionistas que desacreditaron a los desaparecidos para justificar crímenes de lesa humanidad, mientras el presidente decía que no le importaba que golpistas marcharan en fiestas patrias y que tampoco sabía, ni le interesaba, el número de víctimas de la dictadura.

O las campañas para denunciar que las mujeres pobres se embarazan solamente para acceder a planes sociales, que los trabajadores del Estado son “ñoquis” o “grasa militante” y los científicos y docentes, unos “vagos”. Que los indigentes en realidad viven en el conurbano y son contratados por el kirchnerismo para hacer creer que hay más gente viviendo en la calle. Que los extranjeros vienen en masa para aprovecharse de la gratuidad de universidades y hospitales. El racismo y la xenofobia, bien lo sabemos, no aplica con estadounidenses y europeos.

La desaparición y muerte de Santiago Maldonado y los asesinatos de Rafael Nahuel y Facundo Ferreira quedarán como emblemas de la estrategia que aplicó el gobierno para culpar a las víctimas de sus propias tragedias y defender a las fuerzas de (in) Seguridad, avalando incluso que dispararan por la espalda. Difícil entender las interminables difamaciones en contra de las víctimas. Más difícil aun, entender el odio hacia ellas.

Odio. Hubo mucho odio estos años. Odio amparado y promovido por el poder, pero camuflado en “buenos modales”. Cómo entender, si no, el clasismo alimentado por un presidente que dijo que venía a unir a los argentinos, pero que luego presumió que en sus movilizaciones no había choripanes. Que dividió entre “nosotros” los oficialistas buenos y “ellos” los opositores malos. Que dijo que de su lado estaban a favor de “la vida y la familia”, y del otro, a favor de los narcos y a los delincuentes.

Hasta el final, su final, el presidente insistió en combatir a “las mafias”, entre ellas “la mafia laboral” de trabajadores que se mutilan o incapacitan con el perverso fin de ganarles juicios a sus sacrificados patrones. Olvidó a la mafia empresarial, la explotación obrera, los despidos masivos, ilegales e injustificados, los talleres clandestinos.

Mención aparte a los despidos de más de 4500 trabajadores de medios de comunicación, a los 28 periodistas detenidos y a los 55 que fueron heridos de bala en protestas sociales y que reportó el Sipreba. Los periodistas macristas que (antes y ahora) denunciaban con indignación presuntas amenazas y aprietes kirchneristas a los medios, nada dijeron de las denuncias de presiones en medios opositores, ni de la violenta patota que destruyó la redacción de Tiempo Argentino y que fue uno de los ataques más graves a la libertad de expresión que hubo en Argentina en los últimos años. En lugar de condenar la agresión, el presidente calificó a los trabajadores del diario como “usurpadores”. La prensa oficialista calló, también, cuando Hernán Lombardi celebró los 354 despidos en la agencia Télam al deplorable grito de: “ganó el periodismo”.

Se va el gobierno que prometió la felicidad que nunca llegó, el que descalificó el pensamiento crítico y apostó por la siempre falsa meritocracia, el que denostó y combatió el derecho a la huelga y a la protesta social, el mismo que inventó la amenaza del comando mapuche-venezolano-iraní entrenado en Cuba con el apoyo de terroristas, anarquistas y separatistas financiados por ingleses, las FARC, kurdos y ETA.

En el recuento de los daños quedará la vicepresidenta que les recomendó a las mujeres embarazadas por una violación: “lo podés dar en adopción, ver qué te pasa en el embarazo, trabajar con psicólogo, no sé». El ministro de Trabajo que pidió “entender al que despide” y que echó a los gritos a una empleada que tenía en negro. El ministro de Educación que celebró que cada día haya “un pibe más preso”, que le escribió un poema a un feto y que les recomendó a trabajadores despedidos “abrir cervecerías artesanales”. El presidente del Banco Central que denunció al kirchnerismo porque “le hicieron creer a un empleado medio que podía tener celular e irse de vacaciones al extranjero”. El ministro y luego degradado secretario de Cultura que explicó que el presidente y el jefe de Gabinete eran “Tom y Jerry”. Otros ya habían comparado a Macri con Batman, Mandela o, directamente, con “un líder de otra galaxia”. La ministra de Seguridad amante de la mano dura y la represión que jamás se reunió ni se solidarizó con las víctimas de los abusos de las fuerzas a su cargo. La titular de la Oficina Anticorrupción que nunca investigó al macrismo. El asesor presidencial que dijo que el país no estaba a la altura de Macri: el pueblo argentino no merecía un estadista de tal magnitud.

Prometieron pobreza cero, unir a los argentinos, terminar con el narcótrafico, derrotar a la inflación, eliminar el impuesto a las ganancias, dejar el futbol gratis, no aplicar ajustes, ni devaluar, ni pedirle plata al FMI. Nada cumplieron. Ni tuvieron al Mejor Equipo de los Últimos 50 Años, ni hicieron la Revolución de la Alegría, ni era maravilloso lo que estaban logrando juntos. El Segundo Semestre nunca llegó. La Lluvia de Inversiones, menos. Y los Brotes Verdes se secaron. Al final, hasta hicieron una cadena nacional que tanto habían despreciado.

Pero ya se van. La duda es si volverán.

Seguimos. «