Cuando los delegados alemanes entraron en el Salón de los Espejos del Palacio de Versalles el 28 de junio de 1919, lo primero que vieron fueron cinco soldados franceses apostados frente a los enormes ventanales. 

El entonces primer ministro francés, Georges Clemenceau, quería que sus rostros marcados de cicatrices recordaran a los plenipotenciarios de Berlín la magnitud del sufrimiento que Alemania había causado a Francia de 1914 a 1918. 

Hace 100 años se selló el final de la Primera Guerra Mundial frente a los «rostros rotos», las «gueules cassées», como se denomina en Francia a los soldados desfigurados en las trincheras de la Gran Guerra.

...
(Foto: DPA)

Los «Cuatro Grandes» de 1919, que decidieron los términos del Tratado de Versalles (de izquierda a derecha): los primeros ministros David Lloyd George (Inglaterra), Vittorio Emanuele Orlando (Italia), Georges Benjamin Clemenceau (Francia) y el presidente estadounidense Woodrow Wilson, en una fotografía de 1919

A principios de 1919, representantes de 32 países se reunieron en París para determinar el destino de Alemania y reorganizar un mundo cuyo equilibrio había sido socavado durante los últimos cuatro años.  

El colapso del orden imperial se hacía sentir en todas partes: en los Balcanes, en el Imperio Otomano y en China. En las colonias francesas y británicas proliferaban los esfuerzos independentistas.

El desmoronamiento del Imperio de los Habsburgo, factor de poder durante siglos, requería un nuevo mapa político de Europa. Mientras tanto, Estados Unidos avanzaba hacia su consolidación como la nueva superpotencia del mundo.

En París, las potencias vencedoras se enfrentaban a una tarea de enormes proporciones: la guerra global debía transformarse en un orden de paz global, explica el historiador alemán Eckart Conze de la ciudad de Marburgo. 

En su libro «Die große Illusion» (La gran ilusión), Conze describe los esfuerzos pacificadores que tuvieron lugar en aquella histórica reunión en París. Su conclusión: una tarea casi imposible de resolver.

No existía en aquel entonces un modelo para organizar una conferencia tan gigantesca, cuya duración se había calculado en más de un año. 

En el Congreso de Viena de 1815, príncipes y ministros habían restablecido las fronteras de Europa tras la derrota de Napoleón Bonaparte a puerta cerrada. En la era de las masas y con la nueva influencia ejercida por los medios de comunicación, esto ya no era posible.

Cientos de periodistas cubrieron los acontecimientos durante la cumbre de París, los periódicos publicaban ediciones especiales, los jefes de Estado eran aclamados en las calles. 

El presidente estadounidense Woodrow Wilson era considerado el portador de esperanza. Cuando desembarcó en la ciudad francesa de Brest para participar en las negociaciones, fue recibido por una multitud vitoreante.

Sin embargo, el político demócrata y cristiano profesante debía rendir cuentas al Congreso de Washington, al igual que el primer ministro británico David Lloyd George debía hacerlo ante el Parlamento de Londres. Y cada uno de ellos tenía deseos diferentes.

El primer ministro de Francia, Georges Clemenceau, también se enfrentaba a la presión de la opinión pública. El tratado con Alemania debía reflejar los inmensos sacrificios de Francia y sus 1,4 millones de soldados caídos.

Fue también por este motivo que el periodista y político francés eligió el Salón de los Espejos del Palacio de Versalles para la firma del tratado. 

En 1871, tras una breve guerra entre Francia y el reino de Prusia, Guillermo I había sido proclamado primer káiser de Alemania en esta misma sala. Ahora era el turno de los alemanes sentir la vergüenza de la derrota.

Es probable que las excesivas y humillantes condiciones del tratado no hayan tomado por sorpresa a la delegación alemana al mando del ministro de Exteriores Hermann Müller, del Partido Socialdemócrata, y del hasta entonces titular de la Oficina Imperial de las Colonias, Johannes Bell, del católico y conservador Partido de Centro. 

El tratado ya había sido presentado ante Alemania el 7 de mayo, y Berlín sabía lo que le esperaba. El teólogo y político liberal Ernst Troeltsch escribió entonces que, al conocer las condiciones dictadas por el tratado, los alemanes fueron sacados bruscamente del «país de ensueño en el que creían estar tras el armisticio». 

Después de la tregua acordada el 11 de noviembre de 1918, el Reich alemán confiaba en llegar a un acuerdo razonable y creía encontrarse aún en una posición de fuerza. 

El entonces presidente del Reich, el socialdemócrata Friedrich Ebert, aseguraba a los soldados que regresaban al país que «en el campo de batalla habían permanecido invictos». Nadie quería asumir la responsabilidad por la guerra. 

«En Berlín, la fórmula utilizada fue que la guerra había sido desencadenada en 1914 por ‘fallos de sistema’ en la política europea», dice Conze. 

Las negociaciones de Versalles se construyeron sobre una base propuesta por el presidente estadounidense Woodrow Wilson. En su plan de los famosos Catorce Puntos, Wilson proclamaba el derecho de los pueblos a la libre determinación, apostaba por una Liga de las Naciones y un sistema de paz global. 

Los representantes alemanes fueron excluidos de las negociaciones y las condiciones les fueron impuestas con la amenaza de retomar las acciones bélicas si se negaban a aceptarlas. 

Las consecuencias para Alemania: pérdida de territorio, pagos de reparaciones, restricciones militares. Los términos del acuerdo de paz eran draconianos. 

A Alemania ni siquiera le estaba permitido poseer tanques o tener una fuerza aérea, el ejército no debía constar de más de 100 000 soldados armados. 

Prusia Occidental y la región minera de Alta Silesia fueron cedidas a Polonia, Alsacia-Lorena devuelta a Francia, la colonia de Neukamerun a África Central. 

La concesión colonial alemana de Kiau Chau en el norte de China quedaba bajo mandato japonés. La región de Hlučín, en el sureste de Prusia, fue cedida a Checoslovaquia. 

El territorio de Memel quedó bajo el control de los Aliados, Danzig (hoy Gdansk) pasó a formar parte de la Sociedad de Naciones y del sistema aduanero polaco.

Después de una serie de conferencias internacionales, en mayo de 1921 se impuso al Reich alemán un total de 132.000 millones de marcos en concepto de reparaciones. 

La base para ello fue la cláusula 231 del Tratado de Versalles, que exigía que Alemania y sus aliados admitieran que eran «responsables de todas las pérdidas y daños» sufridos por los gobiernos aliados. 

Pronto, el Tratado de Versalles comenzó a tener sus propios detractores también fuera de Alemania. Para el posterior presidente estadounidense Herbert Hoover, el tratado estaba «guiado por el odio y la venganza». 

John Maynard Keynes, el economista más influyente de la época y consultor de la delegación británica, argumentó que la enorme carga de las reparaciones terminaría arruinando a Alemania. 

En Francia, por otro lado, no faltaron aquellos que exigían medidas más rigurosas. El mariscal Ferdinand Foch abogó por la disolución del imperio y la anexión de la orilla izquierda del Rin a Francia alegando que de lo contrario, la paz sólo sería un «armisticio de veinte años». 

Muchos temían que Alemania mantuviera su papel hegemónico y pudiera iniciar un nuevo conflicto. Y, de hecho, «Versalles» suministró a los enemigos de la nueva República de Weimar la munición necesaria para luchar contra la democracia. 

Las viejas élites militares alemanas, por un lado, y la izquierda, por otro, se rebelaron contra el «dictado de paz» y los «grilletes de Versalles». 

La tesis, sin embargo, de que la «derrota sin resolver», como la llamó el historiador Gerd Krumeich, allanó el camino de Adolf Hitler hacia el poder, está siendo cuestionada ahora como un mito. 

El tratado no fue la causa del odio a la República, dice Conze, pero sí se puede decir que las fuerzas antirrepublicanas se nutrieron del hecho de que éste era percibido por la mayor parte de los alemanes como una clamorosa injusticia. 

Durante el periodo de reparaciones, los Gobiernos aliados concedieron a Alemania varios préstamos y moratorias. Además, se revisaron las condiciones y se pactaron nuevos acuerdos hasta que, finalmente, la crisis económica mundial y la inflación redujeron a cero la suma a pagar. 

Sin embargo, en la amarga lucha política interna de las décadas de 1920 y 1930, estos nuevos giros pasaron desapercibidos en Alemania.

En 1921, el Congreso de Estados Unidos se negó a ratificar el Tratado de Versalles y el pacto de la Sociedad de Naciones y el país se retiró de los asuntos europeos. 

Las similitudes con la situación mundial actual son innegables. Bajo el gobierno de Donald Trump, Estados Unidos apuesta por el aislacionismo, al mismo tiempo que el populismo, los estadistas autoritarios y el nacionalismo van en aumento.

«Los viejos demonios», cita Conze al presidente francés Emmanuel Macron, están regresando.