Desde su origen, el cine ha tomado de la literatura historias de escenarios apocalípticos diversos. Sin embargo no fue hasta bien entrada la segunda mitad del siglo XX que esos escenarios comenzaron a ser consecuencia de algún tipo de acción humana concreta, antes que de la fortuna, de los designios de Dios (o los dioses) o de los malvados alienígenas. 

En el tramo inmediato posterior a la reconstrucción de Europa después de la Segunda Guerra –algunos dicen al calor de la Guerra Fría–, la representación más visitada fue la del apocalipsis nuclear. El temor a una tercera guerra que devastara la vida en la Tierra, al punto de dejarla inhabitable para cualquier especie, ganó la pantalla grande. Y no fue sino hasta los años setenta que el cine empezó a considerar como materia argumental que un desarrollo “no sustentable” de la humanidad podría traer consecuencias similares a las de aquellas hecatombes.

Es por eso que la mayoría de los cinéfilos y estudiosos consideran a Mad Max como el inicio de una nueva era para las películas catástrofe. La saga creada por George Miller –que lanzó a la fama a Mel Gibson– comienza en 1979, sigue con Mad Max 2: The Road Warrior (1981) y Mad Max Beyond Thunderdome (1985) y retorna en 2015 con una cuarta entrega: Mad Max: Fury Road. Y su relevancia es que sitúa dos ejes fundamentales que hacen a la centralidad del género. Sea porque presenta un mundo diseñado para ser usado con petróleo y que ya no hay, sea porque el agua se ha vuelto un privilegio, en el mundo post apocalíptico no habrá lugar seguro ni posibilidad de escapatoria individual; si alguna oportunidad tiene la especie es retornar a la comunidad –y al nomadismo– en busca de nuevas alternativas.

Una premisa similar retoman las paradigmáticas Terminator (1984), de James Cameron, y 12 Monos (1995), de Terry Gilliam, que amplían los escenarios de peligro en lo que contemporáneamente el sociólogo alemán Ulrich Beck definía como “la sociedad del riesgo” en su libro homónimo, de 1986. En la primera, las máquinas toman el control de las cosas (en un ominoso preanuncio de lo que hoy se conoce como “internet de las cosas”) y desatan una guerra nuclear y una cacería humana que pone a la especie en peligro de extinción. En la segunda, la manipulación genética despeja el camino a la mutación de un virus que produce una epidemia que termina con la vida de millones de personas. Los sobrevivientes se refugian en colonias bajo tierra, pero para encontrar la cura hay que salir y recorre la superficie. Sarah Connor (Linda Hamilton) y el prisionero James Colee (Bruce Willis), respectivamente, deberán arriesgarse en pos de la salvación de la humanidad.

Esta lista –que busca un hilo conductor aunque no por eso carece de arbitrariedades–, podría seguir con 28 Days Later (aquí conocida como Exterminio), uno de los buenos films que regaló Danny Boyle. Es también, por esas paradojas de la relación entre el hombre y la tecnología, una de las primeras que utiliza herramientas digitales para mostrar grandes y populosas ciudades (en este caso Londres) totalmente desiertas. Allí despierta Jim (Cillian Murphy) de un coma en un hospital (como Rick en The Walking Dead) y se encuentra con que, literalmente, no hay un alma. Más tarde se entera de que un grupo de activistas que había liberado a chimpancés sometidos a experimentos científicos secretos, fue atacado por los simios, que les contagiaron el virus que les habían inoculado, una variante de la rabia que en apenas 30 segundos los convierte en salvajes. En 28 días, la población de Gran Bretaña es diezmada. Sólo queda un grupo de sobrevivientes aislados en cuarentena para que el virus no se propague al resto del planeta.

Niños del hombre (2006), de Alfonso Cuarón, se inscribe en la misma línea, aunque su tema es la esterilidad de la especie producto de diversos factores, presumiblemente ambientales. Así las cosas, luego de 18 años sin un nacimiento (ni natural ni por fertilización asistida), en 2027 sólo Gran Bretaña parece sobrevivir al caos general, aunque a costa de una gran militarización. Sin embargo, al morir la persona más joven de la Tierra –un joven de 18 años–, parece avecinarse una guerra de todos contra todos. En esas circunstancias, Julian (Julianne Moore), dice saber de una mujer embarazada que puede salvar a la especie, y contrata a Theo (Clive Owen), un ex activista devenido en burócrata, para protegerla. En la gran secuencia final de Cuarón, puede percibirse una incipiente nostalgia sobre la forma en que la humanidad se ha reproducido y ha sobrevivido. Como si recién entonces comenzara a caer en la cuenta de que perdió más de lo que imaginaba en la búsqueda de una vida más confortable, a la que confundió con una sin miedos y displaceres: fue su capacidad para sobreponerse a lo imprevisible lo que le permitió ir modificando de manera cada vez más conveniente y agradable su entorno, no la pretensión de terminar con cualquier imprevisto; eso más bien la vuelve menos competente.

En ese sentido puede decirse que La carretera (The Road, 2009) es uno de los puntos más altos de la conciencia respecto de qué se perdería, si algún día se perdiera todo. El film basado en la novela homónima de Cormac McCarthy, con la que ganó el Pulitzer, cuenta la travesía por territorio norteamericano de un padre y su hijo luego de que una hecatombe de origen desconocido terminara con la civilización. La catástrofe también ha interrumpido la cadena alimenticia humana: no hay animales ni vegetales, sólo se mantiene con vida quien logre encontrar algo para comer de tiempos pasados, y quien pueda conservarlos frente a otros famélicos como él. En ese periplo en busca del mar, el padre (Viggo Mortensen) recuerda la vida anterior y la decisión consensuada con la madre de empezar a rodar con el hijo: era la única esperanza que les quedaba para sobrevivir. Una angustia incontrolable se apodera del relato: perder el mundo como se lo conoce supone irse de esta vida con un dolor inmortal. 

Un párrafo final para Inteligencia Artificial (Artificial Intelligence: AI, 2001), una de las genialidades de Steven Spielberg. El realizador de E.T. parece entender que la conciencia sobre los riesgos a los que se somete la humanidad con sus desatinos y experimentos sólo encontrará un límite cuando consiga generar algún sentimiento respecto de las consecuencias que esas decisiones pueden traer. Ese mundo altamente tecnologizado de AI se quiebra ante la profunda nostalgia por el contacto, la risa, las lágrimas y otras emociones que sólo el cuerpo humano, como un todo, puede experimentar. Quien imaginó un contacto casi idílico con otras civilizaciones, encuentra en las razones menos racionales de la humanidad, su mejor garantía de sobrevivencia. 