Clarividentes de Javier Daulte es destacable punta de vanguardia del nuevo teatro de Buenos Aires. A través de la investigación experimentalista, que persigue la renovación, en Clarividentes Daulte lleva su poética inconfundible (desarrollada, con coherencia y organicidad, hito tras hito, en Gore, ¿Estás ahí?, Automáticos, 4D Óptico, Personitas, entre otras creaciones) a un grado de radicalización y complejidad inéditos. Sigue indagando dentro de sus propias coordenadas, pero sube la apuesta y exige cada vez más a los espectadores, a los que desafía con una auténtica aventura estética e intelectual. 

Es difícil resumir la(s) historia(s) que inscribe Clarividentes por sus diversos planos y relaciones internas. Hay que verla o leerla como un microcosmos de multiplicidad. Se divide en tres partes. En la primera, un “equipo” de desesperados que buscan “salvarse”, se confabulan para vender a un inversionista arruinado un método para ganar en la Bolsa. Han descubierto a una clarividente, Validia, que tiene la capacidad de predecir los hechos que acontecerán en el futuro inmediato, y ella puede anunciar al financista cuáles acciones subirán y cuáles bajarán. Para demostrarle el poder de Validia, el “equipo” realiza un singular experimento: contratan a tres “conejillos de indias” a los que meten en un cubo de paredes internas espejadas, que cuando se cierra queda herméticamente aislado y que, a la manera de una Cámara Gesell, permite ver el interior desde afuera. La adivina, de espaldas al cubo, adelanta con precisión lo que harán enseguida los allí encerrados. Inversionista y espectadores atestiguan el fenómeno. 

 En la segunda parte, el país declara el estado de sitio y al mismo tiempo se obtiene mayor información sobre los poderes de Validia (cuyo verdadero nombre es Ana): en realidad no predice hechos, sino que hace que se produzca lo que desea. No exactamente pasa lo que quiere que pase, sino lo que desea que pase. Y el deseo conduce al caos porque no se maneja: “Lo que querés es lo que sabés que querés. Y lo que deseás es lo que no sabés que querés, pero lo querés sin que te des cuenta”, dice Mery. El deseo es incontrolable y precipita la catástrofe.

En la última parte, la degradación es absoluta: en pleno apocalipsis (se rumorea que el gobierno ha caído, no hay internet ni teléfonos, ni televisión ni radio, no hay alimentos ni agua ni remedios y están por cortar la electricidad), los “conejillos” se adueñan del poder, castigan a los embaucadores encerrándolos en el cubo e intentan explotar la situación transformándola en show. El estallido final es inminente. Un apocalipsis demasiado parecido al que todo el tiempo sentimos que está por producirse en el mundo real. Los menos indicados para estar al frente del poder, lo toman. Cualquier semejanza con la realidad mundial actual no es mera coincidencia. Sin duda, la visión apocalíptica de Clarividentes la hace una obra eminentemente política. 

 En Clarividentes Daulte trabaja con elementos ya conocidos de su poética y a la vez introduce cambios. ¿Cuáles son las coordenadas habituales? 

Primero: como en obras anteriores, en Clarividentes Daulte instala una convención ficcional que vuelve verosímil lo imposible (como en el fantasy de la literatura o el cine), y que abre infinita y gozosamente el territorio de lo imaginario. El mismo texto de Clarividentes lo explica: “Lo extraño dentro de un marco exótico se vuelve verosímil”, dice el personaje de Isa sobre el “efecto teatral”. Así surgen la adivina y el cubo perturbador, que a lo largo de la pieza va cobrando vida propia y aumenta su misterio. 

Segundo: también como en obras anteriores, Daulte sostiene esa convención en el trabajo de actores excepcionales, especialmente entrenados para componer esta poética. Sin muy buenos actores, el fantasy se tornaría absurdo. Quienes integran el elenco de Clarividentes constituyen un grupo que entrenó con Daulte, y son realmente uno mejor que el otro para llevar adelante el desafío de esta poética: el “equipo” de embaucadores integrado por Mauro Álvarez, Jorge Gentile, Juan Ignacio Pagliere y Carla Scatarelli; los “conejillos de indias” Matías Broglia, Daniela Pantano y Luli Torn; el “fenómeno”, Silvina Katz; el inversionista, Rubén De la Torre. Más allá de sus méritos individuales, transmiten un espíritu de cuerpo y la convicción colectiva de quien cree en el proyecto y se siente orgulloso de lo que se está haciendo. Hay un “entre” de subjetividad artística (dimensión conmovedora del teatro independiente, casi siempre ausente o débil en el teatro comercial y en el oficial), así como extremada pericia interpretativa para construir en escena la ilusión de la presencia del cubo. Una máquina actoral digna de verse. 

Tercero: Daulte suele buscar modelos estructurales fuera del teatro, ya sea en el cine y la literatura, en las matemáticas (la topología), en la filosofía o en la física. La idea de un cubo de paredes internas espejadas recuerda al principio físico del “termo”. La alteración perceptiva que produce el vínculo de correspondencias entre el mundo, el teatro (especialmente el escenario) y el cubo, a la manera de la “estructura en abismo” (el todo en la parte, la infinita serie de cajas chinas), remite a la escritura borgeana y su visión metafísica del universo. Justamente el texto de Clarividentes lleva un epígrafe de Borges: “Sólo una cosa no hay. Es el olvido. / Dios que salva el metal salva la escoria / y cifra en Su profética memoria / las lunas que serán y las que han sido” (del poema “Everness”). Las observaciones sobre las relaciones entre pasado, presente y futuro, la predicción y la memoria, reenvían a la filosofía, la historia y a la lectura de Nassim Nicholas Taleb. Otro epígrafe de Clarividentes pertenece a Antifrágil de Taleb: “Quiero ser feliz en un mundo que no entiendo. Los Cisnes Negros (en mayúsculas) son sucesos a gran escala, imprevisibles, irregulares y con unas consecuencias de muy gran alcance que sorprenden y perjudican a ciertos observadores que no lo han previsto y a los que llamaremos ‘pavos’”. Dice Validia o Ana: “El futuro es tan obvio; siempre caótico y fúnebre. Pero el pasado es impredecible y nos acecha siempre de la forma más inesperada. Y la vida es nada más que tratar de luchar contra eso”. 

Cuarto: Daulte concibe el teatro no como un vehículo transmisor de ideas, sino como un constructor, un portador de ideas en sus mismas estructuras dramáticas y en sus artificios. Ya lo ha teorizado Daulte en su ensayo “Juego y compromiso”: se trata de construir dispositivos de estimulación del espectador que, lejos de repetirle explícitamente lo que ya sabe o de decirle lo que debe pensar, le proponen descubrir lo que está inscripto implícitamente en las estructuras dramáticas y todavía no conoce. El teatro encarna ideas, no las ilustra ni las explicita. El teatro no es un medio para el pensamiento, sino un fin en sí mismo para el descubrimiento de otras ideas que no han sido pensadas. Daulte no cree en un teatro tautológico, al que el espectador va a refrendar lo que ya sabe, sino que hace un teatro jeroglífico, de descubrimiento de saberes a los que sólo se accede de manera teatral. Justamente el teatro se ha vuelto útil porque permite construir el sentido que la realidad se empeña en disolver. A su manera, lo cifra el personaje de Gera hablando de su relación con el cine: “Las cosas que pasan en la vida no las entiendo. En las películas sí. Y me sirven para pensar”. 

En el marco de estas coordenadas ya conocidas, ¿cuáles son los cambios? En Clarividentes Daulte radicaliza la experimentación y compone una obra intensamente jeroglífica. Vuelve más opaca la causalidad y la deriva de los acontecimientos dramáticos, multiplica las intrigas, la duración, los planos y la cantidad de situaciones narradas, al punto que para acelerar el tiempo del discurso y separar los actos utiliza el logrado recurso de las “fotos” (que permiten elipsis, saltos en la historia). Como el mismo Daulte lo ha señalado, su estructura tiene mucho de objeto topológico, a la manera de la Botella de Klein o la cinta de Moebius. No hay afuera ni adentro, la obra genera la ilusión de un microcosmos autosuficiente. ¿Hay afuera y adentro del deseo, del sujeto, del mundo ficcional? 

Respecto de sus obras anteriores, todo es más barroco, cargado y se acentúa la metamorfosis. Clarividentes es, en términos de Taleb, un “Cisne Negro”, una pieza autorreferente, automodélica, de estructura irregular y única, cuya comprensión sólo puede hallarse en la indagación del sistema de sus propias reglas internas. Un mundo paralelo al mundo, cuya organización interna es metáfora y cosmovisión del otro mundo, el externo, en el que vivimos. Por eso el estallido del cubo en mil pedazos marca también el estallido (o el final) de la pieza. 

En suma, Clarividentes reclama otras competencias y otras disponibilidades al espectador del teatro independiente. Es celebrable que se haya estrenado en el Espacio Callejón, que cumple sus 25 años de historia desde un presente y un futuro tan ambiciosos como los que proyecta Daulte para la programación de esta sala.