América Latina es una de las regiones del planeta que históricamente ha tenido una menor actividad bélica, solo superada por Oceanía, cuya insularidad desincentiva los conflictos armados entre países. Razonablemente esto llevaría a suponer que los recursos destinados a la maquinaria marcial debieran ser mínimos, pero cuando se observa el gasto militar de los países de la región llama la atención la situación colombiana. Considerando el año 2016, el gasto promedio de los países de la región fue del 5% de su PBI dedicado a defensa. En sus extremos encontramos a Bolivia, con el 2% y Colombia, con el 15% (Argentina destinó el 6%). Singularmente, 2016 es el año en que se firmó el acuerdo de paz con las FARC, largamente trabajado, lo que haría suponer que era innecesaria una fuerte inversión en ese rubro.

La explicación no puede referirse, en consecuencia, al conflicto interno (lo que, por otra parte, desacredita el argumento que esgrimen algunos analistas que tratan de presentar nuestra región como altamente violenta debido al narcotráfico, las maras y el crimen organizado, fomentando así una mayor militarización), sino a factores exógenos, sobre los que no hay demasiada novedad. Colombia ha sido escogida por Estados Unidos como su cabecera de playa en la región. Y esto no es algo reciente. Desde el Plan Colombia, concebido a fines del siglo pasado, la intervención militar estadounidense en dicho país ha sido creciente, tomando como excusa el conflicto interno y el narcotráfico, pero con la mirada puesta en el subcontinente en su conjunto.

La instalación de diversas bases militares estadounidense en dicho país, en paralelo a la restitución de la Cuarta Flota (que depende del Comando Sur) en 2008 así lo indica. A esto se debe agregar la gran cantidad de empresas militares privadas, en su mayoría de origen estadounidense e israelí asentadas en Colombia, de visibilidad difusa, y cuya única regulación son las leyes del mercado, tornan el panorama más preocupante para la seguridad regional. Estas empresas, en particular, operan en la explotación de recursos naturales (petróleo y oro) en zonas de desmovilización de las FARC, y muchas veces en aparente coordinación con las bandas armadas de ultraderecha, anulando cualquier disidencia.

En su exhaustiva investigación, Telma Luzzani (Territorios vigilados, 2012) advertía sobre esta situación. Desde entonces, la tendencia ha sido la confirmación de las sospechas allí expuestas sobre la reorganización geopolítica que intentaba Estados Unidos en lo que siempre ha considerado como su “patio trasero”.

Argentina, desde la asunción de Mauricio Macri, aspira a ocupar un puesto similar al colombiano en la estrategia continental norteamericana. Fundamentalmente fusionando defensa con seguridad, para lo cual el narcotráfico y el crimen organizado son sus caballitos de batalla. Por eso, la compra a Israel de cuatro lanchas para combatir el narcotráfico a U$S 49 millones (con lo que se podrían haber construido 20 lanchas iguales en los Astilleros de Río Santiago), fue casi en paralelo al hundimiento del ARA San Juan por aparente falta de mantenimiento. La imagen es clara: desinvertir en defensa nacional redireccionando los esfuerzos a la represión interna (otro rubro de crecimiento exponencial en los últimos tres años).

El gobierno colombiano marca hoy un rumbo de la dependencia de América Latina. El gobierno argentino quiere competir por ese liderazgo. Lo saludable es ir en la dirección contraria.