El presidente Juan Manuel Santos lo calificó como un momento histórico y es de esperar que no se equivoque. Este miércoles comenzó el período de “dejación de armas” de las FARC y esto, sumado al inicio de conversaciones de paz con la otra fuerza guerrillera de Colombia, el ELN, puede significar –como dice el himno nacional de ese país caribeño– que finalmente cese “la horrible noche” que en más de medio siglo acabó con la vida de más de 220 mil colombianos y dejó 45 mil desaparecidos y casi siete millones de desplazados. Pero no todos apuestan por la paz en la tierra de Gabriel García Márquez.

A partir de ahora y hasta el 31 de mayo, unos 7000 guerrilleros deberán cumplir con una serie de ritos bajo la observación de las Naciones Unidas para ingresar a la vida política de ese país sin ese instrumento que en algunos casos los acompañaron desde que nacieron. Así lo contó uno de ellos, Emiro Suárez, a la agencia AFP: «De tantos años cargar arma, dejarla le deja a uno como inseguro».

Razones no le faltan al guerrillero. En este proceso de pacificación, durante el año 2016 fueron asesinados más de cien militantes sociales que de alguna manera pertenecen al espacio político afín a las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia. Según Amnistía Internacional, en ese año casi tres de cada diez defensores de los Derechos Humanos asesinados en el mundo eran colombianos. El recuerdo de la desmovilización para incorporarse a la Unión Patriótica (UP) en los ’80, con el saldo de 3500 militantes asesinados, es una espada pendiente sobre la cabeza de cada uno de los combatientes y hay algo más de dos centenares de “farianos” que son remisos a desarmarse y salir a la luz.

La difícil construcción de confianza lograda en las conversaciones de paz que se desarrollaron en La Habana tuvo un traspié político que también pesa a la hora de pronosticar el éxito de este pacto. El referéndum para la aprobación del documento final, que se realizó el 2 de octubre del año pasado, arrojó un 50,22% por el NO y un 49,77% por el SÍ, aunque con apenas un 37, 28% de participación. Fueron menos de 50 mil votos que implicaron una dura derrota para los promotores de una paz duradera y que le dieron alas al expresidente Álvaro Uribe, decidido opositor al diálogo, que ahora pretende volver a postularse en 2018 con el programa de reformular el acuerdo finalmente aprobado por el Congreso.

El documento final dio origen a una línea de acción que desde el D –el 1 de diciembre pasado– fijó dos fechas clave: D+90 –el miércoles que pasó– y el plazo final para el desarme, 31 de de mayo o día D+180. En este lapso, los guerrilleros se deben reportar en campamentos ubicados en las 26 Zonas y Puntos Veredales Transitorios de Normalización reconocidos para la “dejación”, término acuñado para un procedimiento que para la guerrilla no debía insinuar una renuncia a la lucha sino la voluntad de resolver mediante la política los viejos reclamos de participación, igualdad y democracia plena que buscaron desde 1964 por la vía armada.

Para la más rancia derecha colombiana, acaudillada por Uribe, debió ser una “entrega” en las condiciones fijadas por un Estado represivo que busca la condena de los guerrilleros a los que acusa de todos los crímenes cometidos en este más de medio siglo de beligerancia.

Una misión de la ONU verifica ahora la dejación del armamento junto con miembros de la insurgencia y deposita el material en cajones de acero reforzado con capacidad para entre 70 y 100 armas, sellados con candados de seguridad y alarmas. Cada elemento es identificado, registrado y se le incorpora un código de barras que da cuenta de su origen y del titular «nombre de guerra» del que efectivo lo tenía.

Que este puede ser el inicio de otra era para Colombia lo reflejan las encuestas. Un último estudio de la estadounidense Gallup indica que la guerra ya no figura entre los principales problemas que acosan a los colombianos, sino la corrupción o la economía. Así, la imagen favorable de la dirigencia política cayó desde diciembre de un modo significativo. En este marco, Santos tiene hoy día un 71% de rechazos y solo un 24% de aprobación, mientras que Uribe es repudiado por el 46% de los encuestados pero recibe loas del 49 por ciento. Lo curioso es que las FARC tienen un 19% de imagen positiva, más que el Congreso, que tiene el 14%, y es el único colectivo que no bajó su nivel de aprobación ciudadana. Impensable que un grupo guerrillero pudiera tener semejante apoyo ciudadano, lo que eleva la alarma entre sus enemigos históricos.

Envalentonado con el ajustado pero impactante triunfo en la consulta de octubre y alertado los últimos sondeos, Uribe propuso a sus fieles “acudir a la calle y a los procesos electorales para modificar acuerdos, enfrentar el riesgo Castro-Chavista, bajar impuestos, gasto público, introducir austeridad, apoyar sin timideces el emprendimiento privado y acompañarlo de un gran avance educativo relevante a la iniciativa juvenil de crear riqueza, ciencia, cultura y deporte”. No olvidó, claro, mencionar que para él «la derrota del narcotráfico tiene que pasar por revisión de la impunidad a los cabecillas de FARC» y que las negociaciones del gobierno con la guerrilla “han contribuido a sustituir la Constitución por el acuerdo con el terrorismo”.

Entre las razones de Uribe y los sectores sociales que lo acompañan hay un alto componente ideológico, pero también intereses muy claros. Así lo señala Iván Cepeda, senador por el Polo Democrático Alternativo e hijo de Manuel Cepeda, asesinado en 1994 en aquella masacre de integrantes de la UP. “La guerra ha sido un mecanismo de acumulación de riqueza y poder político (…) Hay sectores de la clase dirigente que no quieren la paz porque están ligados a la industria militar y otros que tienen vínculos con la economía vinculada al narcotráfico, es un terreno propicio para desarrollarse mediante la expropiación y la usurpación de tierras de campesinos”, dijo en una entrevista reproducida por Barricada TV. «

Ahorro en glifosato 

Otro de los puntos acordados en La Habana y refrendados a principios de año hace referencia a la sustitución de cultivos ilegales en las zonas donde las FARC sentaban sus reales. La Alta Consejería para el Posconflicto, los Derechos Humanos y la Seguridad, junto con la guerrilla de las FARC pactaron el reemplazo de las plantaciones de coca en unas 38 mil hectáreas pertenecientes a 55 mil familias de los departamentos de Putumayo, Meta, Vichada, Caquetá, Norte de Santander y Nariño. El mismo miércoles se extendió este expediente al Guaviare, donde se suman otras 7500 familias que hasta ahora viven del cultivo y cosecha de ese arbusto. El proyecto contempla erradicar y reemplazar paulatinamente alrededor de 100 mil hectáreas por producciones legales. Para el gobierno, en términos económicos, es negocio resolver una cuestión que pone al país en la lista negra para las autoridades antinarcóticos estadounidenses, aunque por el momento el convenio con los agricultores consiste en un subsidio de unos 340 dólares más un pago por única vez de entre 270 y 3000 dólares para sustituir plantaciones y elaborar proyectos autosustentables. Además, los campesinos recibirán créditos blandos y asistencia técnica del Estado. Es negocio porque el costo de la aspersión de glifosato en las regiones donde hay plantíos es de unos 6800 dólares por hectárea para eliminar solo una de las cuatro cosechas que brinda la coca. Además de lo que representan los cargos por atentar contra el medio ambiente y la salud de la población permanente bombardeada por el tóxico.