Con frecuencia suele citarse una frase de Juan Domingo Perón que parece irrefutable: «La única verdad es la realidad». Sin embargo, bajo su apariencia de afirmación indiscutible, oculta una falacia. Porque aquello que llamamos con cierta ligereza «realidad» no es un objeto exterior a nosotros de sentido unívoco. Es imposible aprehenderla sin pasarla por el tamiz de la subjetividad, por el cedazo de la ideología.

La forma en que los mayores escritores argentinos narraron el 17 de Octubre, tanto en su obra como en sus declaraciones, es una de las muchas pruebas de que necesariamente un mismo hecho es leído de maneras diferentes. O mejor, que un hecho no es nunca un mismo hecho. Alguna vez García Márquez dijo que nuestra vida no son las cosas que nos sucedieron, sino el relato –palabra tan bastardeada en los últimos tiempos– que nos contamos a nosotros mismos acerca de ella. Algo similar pasa con la Historia. El 17 de Octubre existió, miles de trabajadores salieron a la calle para defender al entonces coronel Perón y metieron las patas en la fuente a modo de bautismo sui generis de un peronismo recién nacido. Sin embargo, así como existen quienes niegan el Holocausto o ponen en duda el número de desaparecidos en la Argentina, muchos negaron o leyeron el 17 de Octubre en clave de farsa.

En su excelente y bien documentado libro Con el bombo y la palabra, Rodolfo Edwards pasa revista de manera exhaustiva a las descripciones del 17 de Octubre que hacen desde Copi a Adolfo Bioy Casares, desde Ezequiel Martínez Estrada a Juan José Hernández Arregui. Su lectura permite ver con claridad hasta qué punto las narraciones referidas a un mismo hecho, si es que tal cosa existe, pueden ser diametralmente opuestas y recrear o incluso generar, a su vez, realidades distintas. 

Leopoldo Marechal, quien pagó con el silencio de sus colegas y de la crítica su adhesión al peronismo, hace relativamente poco tiempo que inició el viaje de regreso de su exilio literario. En una entrevista que le realizara Alfredo Andrés en 1968, dos años antes de la muerte del «poeta depuesto», contó su versión: «Era muy de mañana, y yo acababa de ponerle a mi mujer una inyección de morfina (sus dolores lo hacían necesario cada tres horas). El coronel Perón había sido traído ya desde Martín García. Mi domicilio era este mismo departamento de la calle Rivadavia. De pronto me llegó desde el oeste un rumor como de multitudes que avanzaban gritando y cantando por la calle Rivadavia: el rumor fue creciendo y agigantándose, hasta que reconocí primero la música de una canción popular y, enseguida, su letra: ‘Yo te daré / te daré, Patria hermosa, / te daré una cosa, / una cosa que empieza con P, Perooón’. Y aquel ‘Perón’ resonaba periódicamente como un cañonazo. Me vestí apresuradamente, bajé a la calle y me uní a la multitud que avanzaba rumbo a la Plaza de Mayo. Vi, reconocí, y amé los miles de rostros que la integraban, no había rencor en ellos, sino la alegría de salir a la visibilidad en reclamo de su líder. Era la Argentina ‘invisible’ que algunos habían anunciado literariamente, sin conocer ni amar sus millones de caras concretas, y que no bien las conocieron les dieron la espalda. Desde aquellas horas me hice peronista.» Ese 17 de Octubre lo plasmó también en un soneto que comienza diciendo: «Era el pueblo de Mayo quien sufría,/ no ya el rigor de un odio forastero,/ sino la vergonzosa tiranía/ del olvido, la incuria y el dinero.»

En el libro de conversaciones del autor de El Aleph con Fernando Sorrentino, el entrevistador le pregunta al escritor qué estaba haciendo el 17 de Octubre de 1945. En las palabras de Borges resulta evidente que no quiere darle ningún tipo de entidad a ese suceso histórico: «La verdad es que no lo recuerdo. La verdad es que yo creí y sigo creyendo que se trata de una especie de farsa; no creo que sucediera nada realmente. Porque si el dictador hubiera sido secuestrado, y hubiera sido salvado por una turba –como se dijo después–, es muy raro –dado el carácter vengativo del hombre– que nunca se investigara el asunto. Creo que eso fue hecho de un modo un poco escenográfico y en lo cual nadie creyó, desde luego. Es decir, es algo que existe más ahora que en el momento en que se produjo.»

Silvina Ocampo despliega en el poema «Esta primavera de 1945 en Buenos Aires», el horror que le produce la desbocada multitud en la Plaza de Mayo: (…) «Yo vi una turba histérica, incivil, / que a la Casa Rosada se acercaba, / mientras que en la memoria se mezclaba / como un recuerdo, ya, el presente hostil. (…)»

Han pasado 71 años, pero «la turba histérica, incivil» sigue produciendo en algunos la misma inquietud, el mismo asco. Los grandes medios, como Borges, dicen que aquí no pasa nada. Y Patricia Bullrich, lamentablemente, no es poeta y a la hora de reprimir a la «turba» no se anda con metáforas. «