A seis años del inicio de una guerra civil que ya causó unos 320 muertos y generó más de diez millones de desplazados, la situación en Siria tiene casi los mismos componentes que cuando estallaron los primeros enfrentamientos de una oposición dispersa con el gobierno de Bashar al Assad, en plena Primavera Árabe. Eran tiempos en que, a dos años de la llegada de Barack Obama a la Casa Blanca y poco más de uno de que le entregaran el premio Nobel de la Paz, el mundo todavía tenía esperanzas de que el primer presidente afrodescediente de Estados Unidos impulsaría una democracia real en los países árabes y pondría fin a las matanzas en una región en llamas por décadas. Pero al poco tiempo se pudo ver que el límite a esos pretendidos cambios era bastante estrecho y que terminó mostrándose apenas como una forma de extender el dominio de los países occidentales hacia territorios ricos en petróleo y estratégicamente claves para el comercio del principal insumo de las sociedades más avanzadas de la actualidad: el combustible fósil. La caída del régimen de Hosni Mubarak en Egipto, tras un breve interregno del primer presidente democráticamente elegido en ese país, Mohamed Mursi, integrante de la Hermandad Musulmana, en junio de 2012, todo volvió a la “normalidad” con el golpe de estado que lo derrocó un año más tarde y la vuelta al poder de las fuerzas armadas, profusamente financiadas y pertrechadas desde Washington a partir de los acuerdos de paz con Israel de 1979. La elección que llevó al poder al general Abdulfatah Said Husein Jalil al Sisi, en 2014, fue la forma de volver a transitar los mismos caminos que Mubarak pero cumpliendo ciertos rigores de la democracia formal al uso occidental. De hecho Mubarak fue juzgado, condenado por la brutal represión de la Primavera egipcia y luego liberado, hace unas semanas. A los 88 años, tal vez de todas maneras estaría retirado. Hubo cambios cosméticos también en Túnez, donde había nacido la oleada “prodemocrática”. Pero en el país en que más profundamente se puede percibir el contenido real de esos nuevos aires primaverales fue en Libia. El hasta poco antes amigo de los gobiernos de Francia de Nicolas Sarkozy y de Italia de Silvio Berlusconi, Muammar Khadafi, de pronto se convirtió en el nuevo “enemigo de la paz y el progreso”, y terminó envuelto en una guerra civil alentada por el apoyo de EEUU y Europa a los grupos opositores. Khadafi fue destituido y asesinado por un grupo de fanáticos que incluso filmaron el crimen, en octubre de 2011. Desde entonces, Libia es un país sin estado donde el negocio del petróleo quedó en manos de sectores ligados a las multinacionales que se apropian de ingresos que habían sido públicos mientras duró el gobierno del coronel. Rusia dejó hacer porque Vladimir Putin no quería verse envuelto en un entuerto internacional justo cuando la Unión Europea estaba interviniendo, al mismo tiempo, en Ucrania, donde su aliado Viktor Yanukovich comenzaba a padecer las presiones de los sectores nacionalistas más extremos en Kiev que lo sacarían del poder un par de años más tarde. Cuando las movidas renovadoras llegaron a Damasco, en marzo de 2011, el presidente Bashar al Assad sabía de qué venía la mano. Y Vladimir Putin también, por eso la posición del líder ruso fue de defensa contundente del gobierno sirio. Por otro lado, en Siria, y desde la época soviética, está la base naval de Tartus, estratégico punto para mantener una flota que garantice el tránsito de la flota rusa a través del Mediterráneo. Esta base articula con la de Sebastopol, en Crimea, desde donde se puede tener vigilancia sobre el Mar Negro y el estrecho del Bósforo. Ambos mares interiores son vitales para la navegación de buques rusos en aguas cálidas. No por turismo, sino porque las otras opciones son en mares que en algunas partes del año están congeladas. Sebastopol, por otro lado, fue una batalla decisiva en la que se consolidó la nacionalidad rusa, a mediados del siglo XIX, durante el imperio zarista. No es de extrañar que unas semanas después de que Yanukocivh fuera destituido, en marzo de 2014, los habitantes de Crimea aprobaran en referéndum volver a formar parte de Rusia, como había sido hasta que en la Unión Soviética un nativo de la región ucraniana, Nikita Jruschov. Tampoco que en el contexto de las revueltas contra Al Assad, Putin apoyara con todo su fervor al gobierno, acusado de reprimir con rigor extremo las manifestaciones en su contra. Desde entonces, la situación siria se fue complicando cada vez más a partir del crecimiento de los grupos opositores, financiados por Europa y fundamentalmente, Estados Unidos. A las denuncias de una respuesta exagerada a las manifestaciones se sumaron al poco tiempo, las de que las tropas de Damasco utilizaban armas químicas. Fue en ese marco que Putin y Obama firmaron acuerdos para desmantelar el arsenal químico de Siria, cosa que se hizo con supervisión de la ONU. Pero al mismo tiempo, el grupo yihadista Estado Islámico, Isis en la denominación inglesa o Daesh en la abreviatura árabe, fue ganando terreno a fuerza de actos demencialmente violentos. Estados Unidos encontró la excusa conveniente para intervenir: la lucha contra el terrorismo, que, por otro lado financiaba en bambalinas. Pero a medida que avanzaba la campaña electoral en Estados Unidos y luego del triunfo de Donald Trump, Washington fue corriéndose de ese lugar incómodo. Y eso implicó que Al Assad, con apoyo ruso, fueran recuperando posiciones en varios distritos que habían caído en manos de EI. El 4 de abril, al menos 87 civiles murieron en un presunto ataque con armas químicas en Idlib que, sin mediar ningún análisis, los medios y los gobiernos europeos atribuyeron a Al Assad. Tres días más tarde, Trump ordena un ataque con 59 misiles Tomawak desde un portaaviones estacionado frente a las costas mediterráneas contra una base siria en la provincia de Homs. El miércoles, el secretario de Estado, Rex Tillerson, viajó a Moscú y se entrevistó con el canciller Sergie Lavrov y el presidente Putin. Los conoce de cuando era CEO de Exxon Mobvil y negociaba acuerdos petroleros en representación de la multinacional estadounidense. Todos rezaron el credo de “alcanzar una paz duradera en Siria”. Pero luego quedaron un par de joyas para el análisis posterior. Según Lavrov, Trump ordenó un ataque presionado por sus adversarios y “se ve obligado periódicamente a hacer declaraciones con acusaciones gratuitas contra nosotros”. Luego le dio algunas lecciones de diplomacia como un aporte al entendimiento mutuo. Así fue que en una conferencia en la que habló sobre la reunión con su par estadounidense, Lavrov dijo que propuso “hablar de hechos históricos”. A lo que Tillerson le dijo que era nuevo en el cargo y que prefería ocuparse de “los problemas de hoy” y del futuro. “Pero el mundo está hecho de tal manera que si uno no retiene las lecciones del pasado, nos condenamos a no tener éxito en el presente”, le respondió Lavrov, no sin antes recordarle la forma en que EE UU actuó contra los difuntos presidentes Slobodan Milosevic, serbio; Saddam Hussein, de Irak, o Khadafi.