El próximo 19 comienza la cuarta y última temporada de Halt and Catch Fire, la serie de televisión pergeñada por Christopher Cantwell y Christopher Rogers para la cadena de cable estadounidense AMC, que da cuenta en tono de ficción -que siempre da pistas sobre el lado menos visitado de la realidad, el de las relaciones humanas- de los inicios de la computadora personal. Su título proviene de un término de la jerga informática, que según distintos rastreos refiere a darle a la computadora una instrucción que la satura de información o la instruye para que deje de realizar sus funciones esenciales; de cualquier modo, ese instrucción (denominada Halt), metafóricamente la hace incendiarse (Catch Fire, o sea apagarse).

La serie, puede decirse, adopta ese espíritu: instruye con Halt al espectador para que se ponga a cero y borre buena parte de sus preconceptos sobre el edulcorado mito de que todo fue obra de esforzados y voluntariosos emprendedores en un garaje, o del alambicado etílico que atribuye a un par de genios la revolución de llevar al escritorio una computadora.

Y una vez que lo pone en cero, lo lleva a viajar por aquellos años intermedios de los 80 (la serie arranca en 1983, la tercera temporada cuenta 1986) de la mano de sus cuatro protagonistas, cada uno condensación de varios de los estereotipos -y personajes de la historia real, que el espectador conoció a través de todos estos años de escrituras y reescrituras sobre los orígenes del ordenador personal: Joe MacMillan (a cargo de Lee Pace: en él se puede ver buena parte de Steve Jobs y Bill Gates, y por supuesto es el que menos sabe de computadoras y sobresale en márketing y negocios); Gordon Clark (Scoot McNairy, cerebro del hardware y hombre nuevo que sabe ocuparse de los hijos); Cameron Howe (chica punk harta de tener que explicar a variopintos hombres que ella se encuentra en igualdad de condiciones para hacer realidad a través de una pantalla eso que los jóvenes de su generación quieren para su vida: libertad de acción y pensamiento); Donna Clark (esposa de Gordon, madre de dos hijos pequeños, maestra de la ingeniería informática y prototipo, junto con Howe, de la nueva mujer independiente que la década delinea en dos grandes corrientes: la solitaria y la de familia).

Hay razones en exceso para ver la serie. Aquí, algunas de las principales: el inicio de la idea hoy ya común de que el trabajo y la vida personal forman parte de un mismo universo; el protagonismo femenino en franca avanzada, que va más allá del oficio en sí y abarca aspectos empresariales, inventivos (desde su perspectiva y no la dominante masculina), de conquista y relaciones amorosas; el amor a sí mismo -al borde del narciso- vinculado al éxito profesional; el sueño de que tarde o temprano todo es posible si uno se dedica a conseguirlo, como motor de un mundo cada vez más irracional. Una de sus perlas: la banda de sonido.
Sostenida gracias a la crítica y los fans, la serie consigue reunir ese momento en que los sueños de dos sectores poco adaptados -el punk y el nerd- se unieron circunstancialmente bajo un mismo sueño para dar origen a algo nuevo. Y ahora llegan a Silicon Valley: en diez episodios de 43 minutos de duración (sí, todos igual), como en las anteriores temporadas, se podrá ver cómo los chicos se hacen grandes, sin dejar de ser chicos.