El padre de la tira, el que dibujaba Quino, no era como el suyo, salvo que alguna vez también se compró un desvencijado 2CV. Su madre tampoco fue como Raquel, la mamá de la protagonista. Pero ese pibe que se convirtió en el señor que firma esta contratapa empezó a conocer a esa nena morocha y cabezona cuando el 15 de marzo de 1965, Mafalda “ingresó” a la redacción del diario El Mundo. El padre periodista de ese pibe laburaba allí, en viejo edificio de Río de Janeiro y Bogotá. Allí el chiquilín aprendió a querer el olor a tinta, a escribir a máquina y conoció a una serie de personajes inigualables que le marcarían la vida. Mientras dejaba la escuela primaria y en el mundo arreciaba Vietnam, escuchaba siglas como URSS, OPEP, LSD o PST, y soñaba con crecer y poder sumarse al hippismo. Mientras un primo mayor, ídolo insuperable, compraba discos de Hendrix, Lennon, Jethro Tull y Zappa. El que jamás cumplió la promesa de llevarlo al teatro LyF a ver a Moris para cantar juntos «El oso». Le faltaba crecer para colarse en las trasnoches del Ritz para ver una y mil veces Woodstock. Un milico de labio leporino era el dictador de turno: había derrocado a Illia el día en que el pibe cumplió los nueve.

Esa tira que nació de una publicidad de esas heladeras de la bocha en la manija que inundaban las casas de la época. Esa tira que acabó siendo un destilado de una clase media ideal. Que empezó en Primera Plana, pero tuvo su época insuperable en la revista 7 Días. Y que se publicó por última vez el ’73.

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Ahora trascurre la década de los ’80. Mafalda lee una revista, tirada cuan larga es en el piso. La carita de sorpresa pícara de siempre. El fondo es amarillo. La tapa dura de este libraco que comprende toda la historia de la creación sublime de Quino. Sebastián nació en el ’85. Pleno gobierno de Raúl Alfonsín. Sus padres militaban en el PI, cuando el Bisonte, Oscar Alende, representaba la izquierda nacional que seducía a tantos, pero que nunca las urnas pudieron traducir en votos o un proyecto se cristalizara en ansias de poder real. La concreción de cambiar la realidad. Tal vez el pibe, que de tan chico andaba de marchas en marchas y jugaba en el patio del centro popular “Hasta la victoria siempre”, haya mamado así ese espíritu revolucionario que hoy mantiene con una ideología más radicalizada.

Ese libraco de tapa dura, reluciente, carito, inquietante, estaba en la biblioteca. De tanto en tanto alguien lo hojeaba, se sonreía, se lo leía en voz alta al pibe, pensaba una y otra vez que esa nena no tenía edad ni pasado, siempre presente y todo el futuro. Bastaban un cuadrito o dos para armar una historia. Ese libraco tiene heredero: Manuel, el hijo de Sebastián.

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El siglo XX, problemático y febril, se moría y Paula Seminara, que no era Mafalda sino una veinteañera que le había carcomido el corazón a Joaquín Sabina, la homenajeó hasta incluirla en una canción de Maradonas, Palermos, mucho fútbol, amor desenfrenado, la política desde la vereda y los adoquines y, claro, Mafaldas. “Veinte años de mitos mal curados, dibujando dieguitos y mafaldas, veinte vidas hubiera yo tardado en contar los lunares de su espalda. Le debo una canción y algunos besos”. La rebeldía y la melancolía de esa nena de las medias siempre caídas.

Alguna vez, una noche de guardia en el viejo edificio de Tiempo, un grupo de cumpas apuraban la enésima birra en lata enfriada de apuro y de nuevo surgió el juego de comparaciones. Que fulano es Felipe, que mengano es Miguelito, que aquella es muy Susanita. Otro motivo de haber perdurado en las épocas: eran como nosotros, como quisiéramos ser, como quienes teníamos al lado. Esa impronta virtuosa de reflejar la realidad. Incluso hasta en los silencios, en los vacíos, en los monocromos. Y también en las paradojas. Como la pequeñez sempiterna de Libertad, la más contestataria. O que el único que creció en el tiempo fuera Guille, el hermano menor. O que la tortuga se llamara Burocracia.

Al nuevo búnker de Tiempo este cronista lo extraña, y cómo… La pandemia lo puso en distancia hace mucho, demasiado. También se extraña a esa Mafalda de cemento y color, seria y sentada en un banco blanco, a cien metros de la redacción, en la esquina de Defensa y Chile, flanqueada por Susanita y Manolito. A dos cuadras y algunos adoquines de Defensa 371, donde vivió Quino. Si habrá pasado por el almacén de Balcarce 774, que siempre fue el Don Manolo original.

Esa nena de las preguntas incómodas que se volvió la más sensata y encaró el pensamiento vivo de la clase media por décadas –en cierto sentido, lo sigue haciendo–, especialmente luego de la dictadura, mucho después de dejar de publicarse, en millones de escritorios debajo del vidrio, en cada carpeta, pintada en miles de paredones. Hasta perduró y se reprodujo en las modernas redes. Un cuadrito, una tira, un dibujo. Esa Mafalda, pergeñada en la ecléctica Argentina de 1964 a 1973. La que fue apropiada, y no solo por la progresía que asegura que de haber permanecido en el tiempo, hubiera sido de la izquierda peronista, como así se conjetura que en los fines de los ’70 hubiera sido desaparecida y que ya en el siglo nuevo, si no era hija o nieta, habría sido militante de los organismos. Es, en definitiva, esa Mafalda histórica, de todos los tiempos y hasta rompe la grieta y atraviesa las veredas con su ideología a cuestas.

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Paloma nació con el siglo, con la rebelión verde. Su amiga, un día histórico, en la plaza de los Dos Congresos donde pernoctarían entre miles y miles, mostró su dibujo de Mafalda, envuelta en pañuelos verdes. Resultó casi una ofensa la sorpresa indisimulable y no requirió que nadie le dijera media palabra para que adivinara la incógnita y la atravesara con una respuesta. “¡Cómo no la voy a conocer!”.

Esa petisa, morocha, adorable nena. Esa nena heroína sui generis, inteligente y subversiva. Por estos días, giró en las redes una frase: “Tremendamente poderoso que haya sido una nena y no un nene. Todavía no lo llegamos a dimensionar en su justa medida. Gracias también por eso, Quino”.

Este miércoles esa Mafalda de la tapa amarilla circuló de a millones en la red. Otra vez la lectura con fruición, otra vez la sonrisa contagiosa, otra vez una lágrima. Esta vez, signo de los tiempos, llegó por WhatsApp