Hasta el nombre de la calle tiene pedigrí tanguero. Cátulo Castillo, suburbio manso de Parque Patricios, en el borde de la triple frontera con el viejo Boedo y Nueva Pompeya. Más allá ya no está la inundación.

Esas son las coordenadas arrabaleras que señalan el camino hasta al taller de Fuelles del Sur. «¿Que cuál es nuestro trabajo? Se lo explico en buen criollo: el bandoneón es como una máquina y nosotros somos los mecánicos. Acá los restauramos, afinamos y calibramos, también les cambiamos el fuelle, si es necesario. Les hacemos la puesta a punto», explica el joven luthier Pablo Lepiane, al tiempo que trabaja con paciencia zen sobre los peines diminutos de un curtido y algo herido instrumento llegado desde el Chaco.

El fuelle desmembrado sobre la mesa tiene más de 80 años y varias entradas a boxes. «Pero en unas semanas lo dejamos como nuevo», asegura rotundo Emmanuel Occhipinti, socio fundador del emprendimiento nacido en 2013. De lunes a viernes, las manos de estos dos artesanos limpian, cortan, lijan, pegan y acarician de mil y una maneras bandoneones. Luthería en estado puro.

Occhipinti convida un mate, mira al detalle las piecitas diseminadas en la mesa y sigue con su faena en la máquina del instrumento: «Lo que se ve hoy del bandoneón es como una fotografía que se quedó en el tiempo. Piense que está igualito desde hace casi dos siglos. Todo lo que sea cambiarlo un poco tiene muchas resistencias. Por ejemplo, con el avance de la tecnología, estas piecitas de madera podrían hacerse en impresión 3D, con corte láser. Pero remplazarlas sería como un sacrilegio para muchos bandoneonistas». 

Su colega Lepiane elige otra metáfora tuerca para graficar el fundamentalismo que reina en el palo: «Ahora podés tener esos autos modernos que se manejan solos, tienen todo computarizado y casi que te sirven el desayuno, pero al bandoneonista no le gustan, sigue fiel al Dogde 1500. Que es un fierrazo».

Deus ex machina

El bandoneón es un instrumento de la familia de las concertinas. Hijo legítimo de la segunda Revolución Industrial, fue parido allá lejos en el Viejo Continente a mediados del siglo XIX, en plena Alemania encaminada a la unificación de su mosaico territorial.

El arte de forjar bandoneones se nutre de la matricería, del uso del acero y de cierta industrialización embrionaria, hija del gremio artesano: «En aquel tiempo se empezaba a vislumbrar la posibilidad de producir instrumentos seriados. Era muy moderna la forma de fabricación, aunque visto desde hoy, toda la estética y las materias primas no se alejan del trabajo artesanal. El uso de la madera, del nácar, todos materiales que son herederos del oficio de los artesanos o de otros artes mayores», describe con aires de historiador económico Lepiane, que además de luthier acredita formación musical y en Bellas Artes. La génesis del instrumento es bastante incierta. Cuentan que su deriva comenzó en las iglesias alemanas. Originalmente fue diseñado como un órgano portátil para los templos de pocos recursos. Su nombre de bautismo proviene del alemán bandonion y es un acrónimo de Heinrich Band, santo padre de su comercialización. Carl Friedrich Uhlig, Carl Zimmermann y la dinastía de los Arnold conforman la santísima trinidad de luthiers decimonónicos que dieron forma final al fuelle.

En una de las paredes del taller porteño hay un altar pagano, coronado por un retrato antiquísimo del bigotudo Hermian Klock y jubiladas «voces» de acero de las máquinas: «Es el patrono de los afinadores –bromea Lepiane–. Cada vez que arrancamos un laburo, nos encomendamos».

A finales del siglo XIX, el bandoneón cruzó el Atlántico con los migrantes que se vinieron a hacer la América. Pocas décadas después encontró su hogar perpetuo en la liturgia de las milongas rioplatenses. El «fueye» se convirtió en el sonido vertebral del tango. Pedro Maffia, Anselmo Aieta, Leopoldo Federico, Ástor Piazzolla, Pichuco Troilo y muchos titanes más dejaron marcada su huella en la larga vida del «gusano» Doble A en estas pampas. «Pero ojo, que esta historia no queda encerrada en las orquestas de tango –reflexiona Occhipinti y a su espalda tres fuelles impecables duermen la siesta en unos estantes–. Hoy el bandoneón atraviesa pila de géneros. Desde el chamamé hasta el rock, si hasta tenemos un cliente que hace heavy metal. Sin dudas, en el interior es más popular que en Buenos Aires».

Alma de bandoneón

La escasez de bandoneones y su alto precio son dos males que aquejan al gremio del fuelle. Al terminar la Segunda Guerra Mundial, prácticamente se dejaron de fabricar. Algunos especialistas estiman que hasta mediados del siglo XX llegaron a la Argentina 60 mil bandoneones, de los cuales hoy quedan menos de 20 mil y unos pocos miles mantienen sus piezas originales y correcto funcionamiento. La sangría producto del paso del tiempo y las compras de turistas complicaron aun más la situación: «Hay muy pocos talleres en todo el mundo que producen, se hacen a pedido, con un costo altísimo», asegura Occhipinti. Un instrumento nuevo puede alcanzar los 7000 euros. «Con el resurgimiento del tango a principio del 2000, hay mucha gente que lo toca –completa el luthier–. Se enseña en los conservatorios, pero el tema central es la posibilidad de acceso al instrumento. Es demasiado caro y lento el proceso de producción, casi dos meses de laburo. Para que se haga una idea, la fábrica Fender puede sacar docenas de guitarras por día. Un taller puede producir, como mucho, seis bandoneones al año».

Frente al plomizo panorama, los restauradores asumen un rol protagónico. Lepiane y Occhipinti aprendieron su oficio en el taller del maestro Oscar Fischer, y al poco tiempo abrieron las alas. Arrancaron haciendo fuelles: «Al primero lo metimos en una bañera, vimos cómo se desprendían las piezas y le metimos mano. Ese quedó medio fulero, el segundo un poco menos y al tercero ya le habíamos tomado el tiempo. Este es un trabajo en el que aprendemos algo todos los días», dice Lepiane. Luego detalla los secretos del proceso que le da vida a la estructura: primero certificar si está pinchado, luego prensar el cartón, armar los marquitos y trabajar los detalles en cuero.

Los muchachos también se dan maña para reparar la máquina del bandoneón, el alma. «La clave es conocer al detalle el instrumento –confiesa Occhipinti–. Entender qué te pide el músico que lo trae: si se ahoga, si no arranca. Al final del proceso, lo probamos. La última palabra la tiene el cliente».

La relación entre el bandoneonista y su instrumento es digna carne de diván. «Se desarrolla un apego fuerte, con carga simbólica y afectiva. No creo que pase eso con otro instrumento», especulan los luthiers. Son varios los clientes que se acercan con la joya oculta de la familia. Sale mucho la historia de la señora que se arrima con el bandoneón del padre o del marido, y tiene que repararlo, para después venderlo y saldar deudas. También la del nieto que lo trae porque quiere aprender a tocar. «El bandoneón tiene algo áurico –cierra Lepiane–. Mire, nosotros compramos madera en una carpintería de La Boca. Es una familia que heredó un bandoneón hermoso que ninguno sabe tocar, pero no lo largan ni a palos. Nos dijeron: ‘¿Cómo lo vamos a vender si era del viejo?'». Igual que en un tango. «