Netflix estrenó la segunda temporada de la serie alemana “Dark”, que promete convertirse en un fenómeno popular, porque de culto ya lo es. Surgida en 2017 a la luz de la búsqueda de expansión de miradas para no quedar tan pegada al modo americano de ver el mundo, expandió su búsqueda en el Antiguo Continente a la luz del éxito que en Occidente en general producían principalmente series como Gomorra, Suburra, Les Revenants, Bron/Broen (de donde surgió la serie The Bridge), por nombrar algunas.

En aquella primera temporada, en la comodidad que la caracteriza, la crítica enseguida la denominó la Stranger Things alemana. Una más de las tantas cosas poco atinadas de estos tiempos. En el pequeño -y ficticio- pueblo de Winden, sólo conocido por la planta nuclear que aloja, en noviembre de 2019 desaparece Mikkel; en 1986, la desaparición de Erik -de similares características a la de Mikkel-, ya había traumatizado a la comunidad. Así la primera temporada introducía en un sofisticado y complejo entramado de relaciones y tiempos, que poco la asociaban a la serie norteamericana, además que introducía narrativas a las que parecía que Netflix quería renunciar.

La grata sorpresa de aquel entonces se ratifica y profundiza esta temporada, luego de que sobre aquel final se descubriera que los 33 años que separaban un presente de otro tenían que ver con la existencia de una máquina del tiempo mecánica que permitía viajar en intervalos de 33 años hacia delante y hacia atrás. El tema es que ahora también hay un agujero negro producido a partir del dominio de la partícula de Dios, que permite los mismos viajes. Entonces este año la historia comienza en el futuro para volver a un pasado que es el presente, remitirse a un pasado de ese pasado y así empezar a jugar en idas y vueltas interminables que nunca desorientan, aportan al entendimiento de la trama y, además, acrecientan el misterio. Un misterio estrictamente relacionado con el tiempo (por algo el título tiene una bajada: la pregunta no es dónde, sino cuándo), acaso no el más difícil de resolver, pero seguro el que más aqueja al humano.

Por eso la elección del presente de la primera temporada (2019) es tan relevante: con esa pregunta que pone al cuándo por encima del dónde, la serie se mete con la tradición de la filosofía y la ciencia alemana, proclives a preguntarse sobre el tiempo y su verdadera existencia y posibles alteraciones. Así, 33 años menos que 2019 da 1986, el año de Chernobyl, en el que Alemania temió lo peor (las partículas radiactivas de la explosión llegaron a su territorio) y también el año en que el sociólogo alemán Ulrich Beck publicó su gran libro “La sociedad del riesgo”. En él explicaba -y en breve las ciencias sociales todas adherían- que el mundo que por varias décadas dominaría la cotidianidad humana sería uno parecido al que había vivido hasta hacía poco, pero de otra manera; una rara, confusa, en la lo que manda es, aún en las más sedentarias de las vidas, el riesgo. No uno que tenga que ver con la aventura, sino con el peligro. Uno ante el que ni siquiera la más absoluta inmovilidad puede evitar los problemas, menos las tragedias. Beck lleva a un estadio superior la máxima de Karl Marx de que en la Modernidad todo lo sólido se desvanece en el aire.

Por eso en la serie aparecen una multiplicidad de personajes todos muy característicos de estos tiempos. El racionalista que viene del Siglo XX; los creyentes en un variopinta paleta de colores de creencias, que van desde las tradicionales del ser superior (Dios) a milagros relacionados con la física; los que creen que si se desea, sucede; los que piensa que si sucede es porque conviene, y así hasta llegar casi a una fe por individuo.

Para que la cosa no resulte tan sencilla -o para volverla más fascinante, según quien esto escribe- por esa pretensión de manejar el tiempo se produce una catástrofe que acaba con la civilización en la Tierra. Lo que habrá entonces no será tiempo; mejor dicho, problemas con el tiempo. Lo que aparecerá, más fuerte que en la primera temporada, es esa costumbre que de tan humana (y permanente) se olvida a menudo: la necesidad del otro, más no en su concepto, sino en su concretud: verlo, mirarlo, tocarlo, sentir su cercanía, risa, llanto, complicidad, comprensión. Sin moral ni moraleja (aunque todos sus personajes estén sobrecargados de ellas), Dark se perfila a ser una de esas series que le habla al mundo sobre lo que necesita saber sobre sí mismo y su tiempo.