David Jiménez no es hombre de escritorio, aunque sí curioso al extremo. Y desde muy joven encontró el modo de hurgar en la realidad alejado de las oficinas. De esta manera, descubrió que el diario El Mundo de España no tenía corresponsales en Extremo Oriente y le dijo al director-fundador del por entonces muy influyente periódico madrileño, Pedro José Ramírez, que era el más adecuado para ocupar ese puesto. Estuvo en esa región durante 18 años hasta que en abril de 2015, mientras hacía un curso de transición digital de la prensa en la Universidad de Harvard, lo invitaron a sentarse en el despacho que hasta 15 meses antes ocupaba el popularmente conocido como Pedro Jota, que había sido reemplazado por Casimiro García-Abadillo.

Tampoco duró mucho y al cabo de 366 portadas, Jiménez también fue despedido. Su sucesor, Pedro García Cuartango, duró 370 números, síntoma de una crisis que Jiménez desmenuza en El Director, un testimonio no sólo de su paso por el diario sino de los cambios que vive la prensa en estos últimos años y de cómo los medios se convirtieron en un campo de batalla donde se disputan el poder de la palabra, oscuros servicios de inteligencia de las llamadas «cloacas del Estado», una alianza espuria entre servicios de inteligencia, empresarios, dirigentes políticos miembros del Poder Judicial y periodistas para hacer operaciones de prensa destinadas a destruir a los enemigos del poder. De esto habla a través de una comunicación telefónica con Tiempo.

–Algo que impacta en tu libro son los cambios que se produjeron tanto en tecnología como en contenidos desde tus inicios en la profesión. ¿No sentís que te preparaste para una profesión que esta desapareciendo?

–Yo soy del ’71. Cuando les cuento a los jóvenes no se lo creen, pero he dictado crónicas por teléfono desde Asia. Aún recuerdo cuando pusieron un ordenador en la redacción y yo le pregunté al que lo estaba utilizando qué hacía y me dijo que navegar. Y le dije que pensaba que eso se hacía en el mar. A partir de allí, todo se fue transformado muy rápidamente. Los periodistas al principio vieron como una amenaza la llegada de una nueva tecnología en vez de intentar aprovecharla como una oportunidad. Y eso es uno de los problemas que llevó a que el impacto fuera mayor.

–Pero el cambio es también en la forma de hacer periodismo. El tema de investigar, de salir a la calle.

–Yo creo que la cantidad se convirtió en una prioridad muy rápidamente por encima de la calidad y la profundidad. A mi me pilló el cambio siendo corresponsal: de repente no querían que dedicara tiempo a hacer historias en profundidad sino que tratara de hacer el mayor número de notas posibles. Recuerdo el tsunami de Japón en 2011: yo estaba en aeropuerto y nada más aterrizar me piden una nota para la web. No había visto nada pero igual me la pedían.

–¿El cambio era más contenido y no más información?

–Cuando surge Internet todos los periódicos españoles se lanzan a ofrecer contenidos gratis y escogen la estrategia de «vamos a invadir con el mayor número de notas posibles la web», y ahí es donde empezamos a buscar el clic de la gente y a bajar el nivel y la calidad buscando audiencias más grandes. Y empezamos a escuchar en redacciones de Madrid los mismos argumentos que llevaron a la televisión a la peor decadencia: «Le damos a la gente lo que ella quiere».

–En ese sentido, no hay diferencia entre lo que muestra tu libro con lo que ocurre en Argentina. Incluso estamos en un período electoral y desde hace varios años estamos inmersos en lo que en España llaman «las cloacas del Estado».

–Mucha gente de otros países me ha dicho lo mismo. Nosotros tenemos un «triunvirato» del poder político, económico y mediático que trabaja como si fuera uno solo. Tienen los mismos intereses y cuando detecta un enemigo que puede perjudicar a esos intereses tratan de eliminarlo. Lo que hemos vivido en los últimos años de corrupción es que ha sido necesario que trabajaran juntos ese triunvirato y también periodistas que se dejaron contaminar y que difundieron informaciones sabiendo que eran falsas y estaban encaminadas a destruir a los enemigos del gobierno. Ha habido un juego sucio en el que ha participado mucha gente y que esta teniendo consecuencias judiciales.

–¿Cuáles serían las consecuencias judiciales?

–El de las cloacas del Estado es uno de los grandes escándalos de la democracia en España. Desde el Ministerio del Interior se creó una policía que se llamaba patriótica, utilizada para destruir a los enemigos del gobierno o las causas con las que no estaba de acuerdo. Tenían relación con varios medios y periodistas que se encargaban de hacer informes policiales falsos. El principal implicado, que es un comisario de policía (José Manuel Villarejo), está detenido. La investigación judicial esta develando que grandes empresarios de España (como el presidente del banco BBVA, Francisco González) contrataban a esa policía paralela para espiar a rivales. Hubo comisarios que se hicieron millonarios vendiendo esa información y utilizando los fondos pagados por todos nosotros, para crear un servicio al mejor postor a partir de ayudar al gobierno y al PP. Había un mercadeo de la información en el que ha habido gente dispuesta a pagar mucho dinero por información que afectaba a personas importantes.

–Pero la corrupción y las cloacas no sólo ensuciaron al PP sino también al PSOE.

–De hecho el comisario Villarejo actuó con impunidad bajo 11 ministros diferentes, tanto del PSOE como del PP, por eso no ha habido interés en investigarlo. Son muchas las razones para que esto pase de puntillas y no sea muy importante ni ocupe portadas. Además, porque muchos de los periodistas también están implicados. Y yo creo que en España vamos a ver a periodistas en la cárcel.

–El diario El Mundo fue clave en divulgar todas esa miserias…

–Por eso en El Mundo cuatro directores fueron cesados en tan sólo tres años y medio. No es casualidad, fue una operación para intentar que el periódico que estaba siendo el más incómodo y que investigaba con más detalle todo lo que estaba ocurriendo, fuera silenciado. No sé si hay antecedentes en algún país de algo así. Cuatro directores cesados en menos de cuatro años bajo el mismo gobierno, el de (Mariano) Rajoy. Supongamos que yo no era apto para el cargo, ¿pero cuatro seguidos?

–¿Cada uno que venía quería hacer periodismo, lo cual era una anomalía?

–Si uno mira en una hemeroteca, ve que El Mundo fue el diario que publicó los grandes casos de corrupción de la democracia desde 1989. Cometió sus errores y sus excesos, pero era un diario valiente y hubo una operación por parte del IBEX (la Bolsa de Valores) y grandes compañías, del gobierno de Rajoy y de otros aliados que tenían los medios para silenciar al periódico. Yo lo viví en primera persona y eso es un poco lo que se cuenta en El Director: cómo se intenta asaltar el diario para ponerlo al servicio de intereses que nada tienen que ver con los de los lectores.

–¿Los periodistas más jóvenes sabían que estaban en un campo de batalla?

–El problema es que los periodistas jóvenes han entrado a un mercado muy deteriorado. La crisis de los medios en los últimos diez años ha provocado miles de despidos y ellos entran en situación precaria, con sueldos muy bajos y es muy difícil que puedan arriesgar esa posición tan frágil enfrentándose al poder dentro de las redacciones. Los veteranos han sido poco a poco despedidos o jubilados y los jóvenes están más ocupados en mantener el puesto que en dar batalla. El poder está en cierto modo venciendo a la prensa. Por lo menos la prensa tradicional. Porque es cierto que han surgido medios digitales que si están dando batalla.

–¿Esto indica que hay un nuevo paradigma para la prensa?

–Hay una fragmentación. Antes había unos pocos medios que tenían el monopolio de la información y eran muy influyentes. El País, con más de 400 mil ejemplares diarios, El Mundo con más de 300 mil. Y de repente estamos en que todos los medios han disminuido su difusión desde 2007. Esto ha ido acompañado con la emergencia de medios digitales. Es cierto que algunos de ellos muchas veces están subvencionados por el poder político o económico y no podrían subsistir si no fuera por esa ayuda. También hay otros que yo llamo «periodismo trabuco», que subsisten mediante el chantaje. A la vez los medios tradicionales ya no tienen el poder ni el músculo financiero para resistir las presiones como antes. El Mundo en 2006-2007 ganaba entre 50 y 70 millones de euros, podía decirle a una empresa: «Bueno, aunque te enfades». Ahora que los periódicos son deficitarios, que están despidiendo gente, que apenas llegan a cuadrar las cuentas, tiene mucho menos capacidad de resistencia frente a las presiones.

–El futuro entonces está en esos medios que pueden sustentarse a través de sus lectores.

–La única manera de que el periodismo sea libre es si sus jefes son los lectores. El único diario que ha tenido éxitos en ese modelo es el diario.es y el próximo año El Mundo, El País y ABC van a intentar imitar ese esquema. Pero no sé si existirá suficiente gente que quiera pagar por información. Tenemos un cambio social que ha llevado a la gente a pagar por entretenimiento, como Netflix por ejemplo, pero todavía no hemos conseguido que de una manera masiva estén dispuestos a sufragar el periodismo digital. Eso es un problema, porque lo que hace es apocar a los diarios y a seguir dependiendo de administraciones públicas y de las grandes empresas.

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«Fue una inmolación profesional» 

El libro de David Jiménez salió de la imprenta en abril pasado, a poco de que los españoles fueran a las urnas por primera vez en el año. Y causó una conmoción en todos los medios. Es que habla de intimidades de las redacciones que normalmente no salen a la luz porque quienes debieran contarlas son los mismos protagonistas. «Los periodistas solemos criticar a los demás, pero nunca habíamos abierto las ventanas para airear nuestras propias miserias», suele decir Jiménez.

Autor de libros como Hijos del monzón, El lugar más feliz del mundo o el El botones de Kabul, traducidos a varios idiomas, donde relata muchas de sus experiencias como reportero en Afganistán, Cachemira, Timor, con El Director, Secretos e intrigas de la prensa narrados por el exdirector de El Mundo, logró irritar a muchos de sus colegas, poco acostumbrados a ser señalados con el dedo inquisidor. «Fue una inmolación profesional», afirma, aunque no se arrepiente del paso que dio desde que fue invitado a dejar su cargo, en mayo de 2016, 366 días después de haber asumido.

«Me convocaron porque como estuve 18 años en el Extremo Oriente, no tenía ningún contacto en España, ningún teléfono de dirigentes o empresarios. Creo que pensaron que por esa razón sería más fácil de manejar», señala, con un dejo de melancolía.

De entrada nomás, en un momento en que España se preparaba para ir a elecciones, en 2015, y Pablo Iglesias parecía una amenaza para el sistema instaurado desde 1978, el ministro del Interior Jorge Fernández Díaz se puso en contacto para advertirle que «no son tiempos para la neutralidad». El presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, le sugirió en persona algo parecido. «Las élites veían con terror la llegada de Podemos al gobierno».

Desde otras trincheras, menos amistosas, cuestionaron que hubiera contado ese mundo en que empresarios, dirigentes y hasta colegas, ejercían presiones para que el diario El Mundo contara las cosas de acuerdo a sus intereses. O que las ocultara, en defensa propia.

 «Jiménez descubre la sopa de ajo», ironizaron algunos. «Parece una revancha contra su empresa y sus excompañeros, un ajuste de cuentas», agregan. Incluso hubo una arremetida en las redes sociales alegando que no es cierto todo lo que se dice en esas 296 páginas.  Que contó «hechos retorcidos hasta convertirlos en falsedades» para justificar «su propio fracaso». 

Jiménez, que se cataloga como de «extremo centro», dice que últimamente vota en blanco, no porque descrea del sistema democrático sino porque no se siente representado por ninguna de las variantes en juego en la España actual. Y firma que su crítica a la profesión es una muestra del amor que le tiene. «Los medios hoy son 1% de periodismo de investigación y 99% de filtración.»