Es rubia, los rulos del pelo aparecen desde el sombrero, muy delgada, tiene un traje gris con detalles en rojo, unos ojos eslavos, 60 años, y tiene la cara rocosa, no hay suavidad en la piel ni en los gestos. Tampoco se entiende lo que dice. Lo dice como enojada, imperativa, lo que dice es una orden o un reto, algo así. La sacaron de una película. Es medianoche en el tren. «Nos cuenta que los baños están a los costados, y que ella está a disposición para lo que necesitemos, que podemos pedirle café o refrescos», traduce en inglés el único ruso de un camarote para cuatro pasajeros. La azafata, la provodnitsa, se ofrece como una carcelera. Controla un vagón de nueve compartimentos con literas, con 36 personas, casi todos hombres, pero también hay mujeres que van a viajar 12 horas desde Moscú a San Petersburgo para ver un partido de fútbol. No le va a sonreír a nadie.

La red ferroviaria rusa, unos 85 mil kilómetros de vías, estuvo al servicio del Mundial de fútbol, 700 trenes gratuitos con 14 vagones que unieron once ciudades. Eran flechitas que salían desde Moscú hacia San Petersburgo, Kazán, Ekaterimburgo, Kaliningrado, Saransk, Sochi, Rostov, Volgogrado, Nizhni Nóvgorod y Samara. Algunos viajes demandaron más de 40 horas, los que iban de Moscú a Sochi, la ciudad a la que baña el Mar Negro. No todos los hinchas pudieron acceder a la gratuidad por el exceso de demanda, hubo quienes pagaron sus pasajes, que podían ir desde los 5000 hasta los 10 mil rublos, lo que equivalía aproximadamente a 2500 y 5000 pesos, dependiendo del trayecto, la clase, los días de viaje. Pero los que se organizaron con tiempo, con sus tickets y su Fan ID, el pasaporte de los hinchas, consiguieron sin problemas. Podía ser más conveniente una low cost, pero también estaba la experiencia.

Rusia es el país del Lokomotiv, el club fundado por los trabajadores ferroviarios en los primeros años de la revolución soviética, la que extendió la red de trenes hasta los 150 mil kilómetros para transportar carga pesada, pero también viajantes, obreros, dirigentes y soldados que iban en trenes blindados. «Durante los años más intensos de la revolución, mi vida personal estuvo ligada inseparablemente a la vida de ese tren. El tren fue ligado indisolublemente a la vida del Ejército Rojo. El tren unía al frente con la base, resolvía problemas urgentes en el lugar, educó, apeló, suministró, premió y castigó», escribió León Trotsky en Mi vida. En las horas que pasaba arriba del tren, Trotsky, fundador del Ejército Rojo, recibía informes, escribía, tenía reuniones con obreros y dirigentes, con autoridades locales durante las paradas, y establecía tácticas y estrategias revolucionarias.

Los planes quinquenales soviéticos unieron Siberia con Turkestán a través de Kazajstán y Uzbekistán, y crearon el Baikal-Amur, uno de los tramos del Transiberiano, desde Siberia Oriental al Lejano Oriente, obras en las que trabajaron los presos de los Gulags, llevados además en esos mismos trenes. La Unión Soviética llegó a tener más kilómetros de vías electrificadas que Estados Unidos, sobre todo después de la Segunda Guerra. Y aunque su desarrollo atravesó crisis en los años previos y posteriores a la muerte de Stalin, revivió en la década del ’80 y se convirtió en el transporte más utilizado por los rusos, el de tráfico más intenso en todo el mundo, la red con mayor longitud después de la estadounidense. 

Ahora la RZhD, la corporación pública de ferrocarriles rusos, creada en 1992 durante el gobierno de Boris Yeltsin, anuncia que en 15 minutos el tren arribará a Kazán. Es sábado, Argentina juega con Francia por los octavos de final. Son las diez y media de la mañana, como estaba previsto en el pasaje. La puntualidad no es sólo alemana, también es rusa. Estamos los cuatro pasajeros durmiendo, con la ventana bien baja para que no entre el sol. La provodnitsa nos abre la puerta del camarote para despertarnos. Cuando tomamos el tren en Moscú, a las 23:08, sobre nuestras literas encontramos sábanas limpias, la almohada y una colcha. También hay frazadas. Los primeros minutos se nos van en hacer las camas. También nos presentamos. Somos cuatro desconocidos que vamos a viajar juntos, a dormir juntos, un egipcio, un irlandés, un ruso y un argentino; vamos a soportarnos los ruidos, los olores, la comida que el ruso trajo para el viaje y con la que va a aromatizar todo el ambiente, por lo menos sepamos nuestros nombres.

El compartimento tiene una mesa con mantel azul, dos literas abajo y dos arriba. En algunos hay enchufes de USB para cargar los celulares –también hay wifi, pero pocas veces funciona bien–. Otros sólo lo permiten en los pasillos, que ahora van cargados por la cola para entrar al baño, todos con cepillo y dentífrico en la mano, con la toalla que te dan en el tren, despeinados, viendo la llanura rusa por la ventana. Era una rutina mundialista. Habíamos viajado a Nizhni Nóvgorod, a San Petersburgo, todo ida y vuelta. No siempre en los expresos nocturnos. La ida a Nizhni Nóvogord, a 400 kilómetros de Moscú, fue en el Sapsan, el tren ruso de alta velocidad. 

El de Kazán fue el tren de los argentinos, la noche que colapsó, cuando un grupo se organizó en la estación de Leningradsky de Moscú y reclamó por más lugares. Los subieron al restorán. Algunos pudieron pasar a los cuartos, pero los demás viajaron 12 horas sentados, vigilados por dos policías, y por una coordinadora que sabía hablar inglés y castellano. En los trenes que salían con el cartel de Free Ride, el logo de Rusia 2018, la marca FIFA y la imagen de Zabivaka, la mascota mundialista, las coordinadoras eran las que ayudaban a las provodnitsas. Esto se convirtió tan en territorio FIFA que los carteles en las estaciones donde se indicaban los horarios de salida y los andenes, no sólo decían la ciudad de destino, también decían FIFA.

El restorán está en el vagón ocho, en el medio del tren. Los hinchas toman cerveza a 200 rublos, gritan, cantan, juegan a las cartas. Eso cuando van al partido. Cuando vuelven es silencio, agotamiento, la cabeza apoyada en los brazos como almohada. Una camarera va y viene con pedidos. Lleva latas, platos, y trae un café que vale más por su taza que por el café, son vasos de vidrio dentro de una estructura de metal bien soviética, un objeto de colección que incluso se vende como souvenir. Desde San Petersburgo hacia Moscú, en el regreso del partido entre Bélgica y Francia, con el horario justo para llegar a Inglaterra-Croacia, un ruso avisa con gestos que sabe dónde se puede fumar, entre vagón y vagón, pero hay que inspeccionar la zona, que sea lejos de donde está la celadora. La provodnitsa no tiene que oler, pero sabe que por ahí no va a pasar. Estos trenes también fueron el Mundial.