“Es una historia sencillita en la que parece que no pasan muchas cosas, pero sí hay un deseo de que haya cambios y eso ya mueve un montón de vínculos entre los personajes  que también son poquitos.” Así define Luciana Sousa -egresada de la carrera de Comunicación y a punto de terminar la de Letras- su novela Luro (Tusquets). El uso de los diminutivos delata una actitud de modestia y remite a los que usa con frecuencia Hebe Uhart, como quitándole importancia y solemnidad a la escritura.

Es que quizá escribir consista en descubrir la gran historia escondida detrás de lo pequeño, la oscuridad oculta en lo luminoso, el mar que se agita bajo las superficies más calmas. Luro, la historia “sencillita”, es  una gran novela,  precisamente porque con una peripecia mínima,  una protagonista-narradora embarazada que ni siquiera tiene nombre y un lenguaje preciso y austero, Sousa pone en escena  una estación de servicio ubicada al borde de ruta a cierta distancia de un pueblo que puede ser cualquiera de la provincia de Buenos Aires y que inducirá al lector a desenterrar de su memoria uno idéntico atravesado por el calor agobiante del verano y el silencio de la hora de la siesta. Es más, es posible que el lector recupere detalles olvidados de uno o varios sitios iguales por los que pasó alguna vez. En ese escenario se desarrolla una historia de esas que suceden cuando parece que no sucede nada. La irrupción de un hombre negro que se esconde es un baño tiene una inesperada onda expansiva.

Igualmente inesperada fue para su autora la onda expansiva que produjo su novela. La publicó en 2016 en editorial Funesiana. En 2017 el Hay Festival eligió a su autora como uno de los 39 mejores escritores latinoamericanos menores de 39 años. Ella tiene ahora sólo 32. A partir de ese reconocimiento, integró la antología Bogotá 39 publicada en 2018 en trece países de habla hispana a través de editoriales independientes. La historia “sencillita” la llevó así a diferentes países de América Latina en una experiencia seguramente decisiva.

Sobre éstas y otras cosas ligadas a su novela, dialogó Luciana con Tiempo Argentino.

-¿Viviste alguna vez en un pueblo?

-No, siempre viví en capital, pero de chica viajaba mucho con mis viejos a pescar a un pueblo que se llama Bahía San Blas. Hacíamos el trayecto por la ruta tres y parábamos en distintos pueblos para ir a la estación de servicio, a comer algo o a estirar las piernas. Una vez vi una chica embarazada en una estación de servicio y empecé a pensar un poco en eso.

-La novela le exige al lector reponer lo que falta. La chica embarazada no tiene nombre, no se sabe qué pasó con el hombre que descubrieron escondido y que luego desapareció misteriosamente, no se cuenta nada del dueño de la estación de servicio, Julio, ni de Sánchez, el empleado, que son los que conforman la historia.

-Sí, además, hace unos años no era común ver un inmigrante negro en la provincia de Buenos Aires. Sí era más común en la capital, donde ahora hay una comunidad muy grande de senegaleses, por ejemplo, pero fuera de capital la inmigración se va diluyendo. Cuanto más lejos de Buenos Aires, menos inmigración se ve, sobre todo inmigración africana. Este inmigrante era la excusa para que los protagonistas comenzaran a pensar en lugares lejanos, en alguien que sin saber el idioma se anima a salir de su país y que le permitiera a ella, la chica embarazada,preguntarse por qué se quedaba, por qué no se iba. Me gustaba, además, pensar la historia en el campo. Luego del conflicto durante el gobierno de Cristina Kirchner, el campo quedó instalado como una entidad homogénea: todo lo que no era ciudad, era campo. Eso me fastidiaba, porque hay un montón de zonas que no son ciudad ni campo, que están en el límite  y son fronteras, como la estación de servicio que ni siquiera estaba dentro del pueblo. Me empecé a preguntar qué era “el campo”, qué cosas pasan allí, cuáles son los secretos que se guardan. Y no me refiero a los secretos familiares, sino cosas que pasan allí pero que no se cuentan. Cuando el inmigrante huye y los de la estación comienzan a preguntar si nadie vio “algo raro”, el sojero dice que sí y lo que tiene es una especie de bicho monstruoso del que no había hablado antes. No se sabe qué es ese monstruo, pero no importa porque no era el inmigrante negro que buscaban.

-El retaceo de información al lector es una de las características de la novela. Se va deduciendo que la chica no tiene pareja, que está sola, pero no se dice en ningún momento.

-Mucha gente me pregunta sobre el destino de la chica embarazada. Me dicen cosas como “estuve toda la novela esperando que dijeras quién era el padre”. Esa exigencia de información me hace reír porque no entiendo que se les ocurra pensar que ése es el dato más importante de la novela. Uno no va tampoco por la vida preguntándole a una embarazada si es madre soltera o quién es su pareja. A mí siempre me gustó ese tipo de literatura que no cuenta todo, que no explica todo, que sugiere sin contar demasiado. También me gustan los textos breves y creo que uno trata de escribir lo que le gusta leer. Si hubiera dedicado un capítulo, por ejemplo, a contar quién era el padre del bebé, creo que se hubiera roto la tensión que tiene la historia que, a la vez que parece que no pasa nada, avanza muy rápido.

 –Otro hallazgo de la novela es el tono, la forma de mirar. Ese mismo hallazgo está en muchos escritores jóvenes o bastante jóvenes que he leído últimamente: Leila Sucari, Julián López o Laura Alcoba. ¿A qué lo atribuís?

-A que al realismo hay que laburarlo mucho para que no sea plano. Creo que no necesariamente narrar una historia sencilla contada de una manera ágil, implica que no tenga  un tono adecuado o incluso, si se quiere, un matiz poético. Coincido mucho con lo que dice Francisco Bitar sobre el realismo. El habla de un realismo de argumentos. Su libro Aquí había un río casi parece un guión cinematográfico pero es un gran libro de cuentos. Me gusta pensar más el realismo, no darlo por agotado. Creo que nunca se va a agotar porque hay muchos modos diversos de contar que no tienen que ver con los grandes párrafos ni las largas descripciones. Te das cuenta de eso cuando lees escritores de otras latitudes. Por ejemplo, una compañera mía de Colombia, Gabriela Jáuregui, describe el gusto del melón de una forma tan hermosa y poética que uno termina recordando y saboreando el melón. Por eso creo que es una posición muy cómoda decir que el realismo está agotado.   Del mismo modo, creo que la ciencia ficción con se acabó con el advenimiento de la tecnología.

-¿Ese tono lo buscaste o salió?

-Creo que salió desde un primer momento. La chica embarazada es un poco apática y no reflexiona sobre lo que le pasa, sino que lo va transmitiendo con el cuerpo. Por eso nunca se dice “está triste” o “está contenta”, no hay descripciones de lo que siente, sino que lo siente a través de su cuerpo. Ella está embarazada, fastidiada, cansada. Cuando comencé a encontrar estas cosas, empecé a explotarlas porque pensé que ésa era la manera de contar esa historia para que su apatía, su quietud, su introversión no derivaran en un relato chato.

-¿La novela surgió en el marco de un taller literario?

-Sí, siempre hice talleres. Mis viejos me mandaban a talleres desde muy chica porque me gustaba escribir. Hice un taller con Laiseca en el último tramo de su vida. Lo conocí en los talleres del Rojas y luego formé parte del grupo que continuó haciendo taller con él fuera de allí. Pero la  novela surgió de otro taller, de un ejercicio que partió de una lista de lugares, de personajes y de cosas que pueden pasar. Se trataba de cruzar esos elementos. Por eso la novela no tiene nada autobiográfico. Yo nunca estuve embarazada ni viví en un pueblo. Trabajé en ese ejercicio durante mucho tiempo porque soy bastante desordenada para escribir, no todo lo hago y lo termino en el momento. Me hago un planteo y cuando siento que no lo puedo seguir paso a otra cosa. No recuerdo cuál fue el taller, pero lo que recuerdo con claridad es que comencé a escribir la novela muy cerca del conflicto con el campo.

¿Qué significó para vos que el Hay Festival te eligiera como una de las mejores escritoras latinoamericanas menores de 39?

-Fue una sacudida enorme que me dio mucho miedo. El Festival hacía una convocatoria para que las editoriales independientes presentaran tres autores cada una y, a su vez, los jurados también podían hacer propuestas. En ese momento, Lucas Oliveira, de Funesiana me dijo informó que existía esa posibilidad. “No vamos a ganar, me dijo. No mandamos las propuestas para ganar, sino para que sepan que existe nuestra editorial.” Me eligió a mí y a dos compañeros de la editorial. Cuando llegó el mail diciendo que había quedado seleccionada no lo podíamos creer.

-¿Qué implica haber sido seleccionada?

-Tenés que comprometerte a viajar a los festivales de la organización, a viajar a Colombia, a dar notas de prensa. Fue una gran experiencia para mí aunque quizá yo hubiera hecho otra lista. Ser seleccionada me sirvió para conocer a quienes estaban en esa lista pero también a los que no estaban allí. En todos los países a los que fui se dio una discusión sobre quiénes habían quedado fuera y fue muy interesante. Por ejemplo, en Colombia y en Chile no incluyeron a ninguna escritora mujer aunque hay escritoras muy buenas. Todo eso me sirvió para ir a buscar a los que no estaban en la lista. Acá es difícil encontrar libros de autores latinoamericanos jóvenes porque por lo general publican en editoriales independientes que  tienen muchas dificultades para distribuir.

-¿En qué países estuviste?

-Fui a Colombia, a Chile, en noviembre voy a Perú, a la ciudad de Arequipa. La propuesta del festival es buena porque es como si consistiera en un gran concierto de rock, pero de literatura, al que van figuras muy convocantes. Por ejemplo, a Arequipa van Vargas Llosa, Salman Rushdie. En Colombia estuvo Coetzee. Vos estás tomando un café y él está al lado tuyo y vos decís ¡guau! Los auditorios se llenan, es un gran evento social donde te cruzas con escritores que son de otra dimensión, con lo que nunca te imaginaste que ibas a estar. Al festival de Cartagena, que es un lugar de turismo internacional, asiste mucha gente de plata. No sucede lo mismo en otros lugares. Fue una gran oportunidad que me permitió conocer a muchos escritores que ignoraba y estar cerca de otros que admiraba, muy grossos, muy conocidos internacionalmente y muy queridos en sus países. Yo estaba muy acostumbrada a leer argentinos y de pronto pude ver un panorama que me abrió la cabeza, que me sacó de mi estructura para poder pensar en algo más regional. Yo recién empezaba a publicar y nunca me había imaginado que podía participar de algo tan grande. Fue un gran empujón. Yo trabajo todos los días en otra cosa y esto me sirvió para entender que vale la pena hacer el esfuerzo de escribir, de darse un espacio para escribir que para mí siempre fue un espacio lúdico. Me costó mucho animarme a publicar y cuando lo hice pasó todo esto. Creo que nadie hoy puede dedicarse en la Argentina sólo a la literatura, pero esto fue un estímulo. En México hay compañeros míos que están becados por el Estado para escribir. En Colombia no están becados, pero tienen mejor condiciones, lo mismo que en Chile. Ahí te das cuenta de la importancia de las políticas públicas. Para mí fue un gran aprendizaje.