Los desequilibrios macroecónomicos argentinos tienen larga data, pero sin duda se han acentuado durante los últimos cuatro años. A nadie escapa que los desafíos que afrontamos en materia de reestructuración de deuda externa tienen como responsable a la maliciosa gestión anterior.

En la coctelera se mezclaron deuda, pobreza, desempleo y ahora, coronavirus. En esas aguas turbias transita la actual gestión que intenta resolver los inconvenientes aparejados con el Covid-19, sin olvidar los voraces acreedores de nuestro país, que sin tapujos presionan con exigencias quiméricas, en momentos donde los propios organismos internacionales piden un trato más benévolo.

En ese panorama, mientras en nuestro país se salvan vidas, se preservan los derechos de los sectores vulnerables y se intenta que las empresas queden en pie, aparecen los adláteres del pesimismo, que con poco apego por los datos y la realidad anuncian el apocalipsis económico con rimbombantes frases que no hacen más que socavar el intento por construir una unidad nacional que nos permita recorrer un presente y un futuro que no serán fáciles.

Estos personajes, que hacen del dogma un aliado incondicional, hace años que avizoran un porvenir oscuro. Claro, sus pronósticos no hacen más que ocupar títulos, pero al mismo tiempo llenan de preocupación a una población ya intranquila.

Con una soltura envidiable hablan del default argentino, hasta parecen desearlo. Lo cierto es que, en el último mes, los bonos argentinos han tenido una recuperación muy importante en su cotización. El propio Riesgo País, incluso si tenemos en cuenta su recalibración, muestra a la Argentina en un panorama mucho más positivo en comparación a momentos anteriores a la presentación de su oferta por la deuda.

Pero aún así, ¿qué pasaría si finalmente Argentina no logra un acuerdo? Aquellos que se regocijan con esta posibilidad, que son los mismos que nos trajeron hasta acá, siempre nos dicen que el default es un hoyo oscuro del que no se puede volver. Es cierto que tiene efectos perniciosos para nuestra economía, pero la evidencia histórica muestra que ni se cierran los mercados internacionales, ni te sumergís en una espiral de desaparición. Ejemplo de esto son países como España, Francia o Alemania, que todos tienen más defaults que Argentina y al mismo tiempo son países más desarrollados.

Entonces, hoy, más allá de los análisis de excéntricos economistas, un default no parece una cuestión de vida o muerte, más allá de la correcta oferta realizada por el gobierno en función de recuperar la sostenibilidad externa y trazar un camino de mediano plazo para toda la macro.

Otro de los estandartes de las oleadas ideológicas de aquellos que nos endeudaron, o de los discípulos autóctonos de Alfred Marshall, es alentar el temor de la hiperinflación. Situación que no solo denota una maldad supina y falta de conciencia social, sino que habla de una llamativa falta de preparación económica.

El acuerdo de la academia dice que la hiperinflación es un desequilibrio que se presenta si la tasa de aumento de precios supera el 50% mensual durante tres meses seguidos. Otros autores dicen que hiperinflación es cuando la suba de precios supera el 1000% en un año. Sin entrar en muchos detalles ya vemos que Argentina está muy lejos de eso.

La evidencia histórica (si, eso que parece no importarles mucho) demuestra que la variable que más impacta en la inflación doméstica es el tipo de cambio. El mejor ejemplo de esto es la gestión de Mauricio Macri, que cuando asumió, el dólar oficial cotizaba a $9,87. Al término de su gobierno, la divisa en el BCRA cerraba en $62,88. Esa diferencia de $53 significó una devaluación de 537%. La inflación acumulada a lo largo de todo el mandato terminó siendo casi el 300%. La relación está clara, y la importancia de administrar el tipo de cambio también.

Una variable más “heterodoxa” que explica la inflación son los salarios, la “puja distributiva”, que en este contexto de coronavirus está totalmente ausente, y en muchos casos, con salarios a la baja.

Los otros dos factores que tienen un importante impacto inflacionario son las tarifas y la emisión monetaria. La primera está absolutamente controlada por una acertada decisión política.

La segunda merece que nos tomemos un tiempo más para analizarla, porque es ahí donde se perdió la pelea cultural. Más allá que para los jinetes del liberalismo la emisión es la única razón y la esgrimen como motivo de su diagnóstico hiperinflacionario, los datos dicen que el crecimiento de la base monetaria solo fue del 30% este año, mientras que la inflación del 2019 fue del 53,8%, lo que indica que el dinero creció mucho menos que los precios.

Además, el Banco Central ha reabsorbido buena parte de esa emisión a través de distintos mecanismos. Entonces, si consideramos lo emitido y le restamos lo absorbido desde el 10 de diciembre a la actualidad, la cantidad de dinero real y efectiva sólo creció un 13%. Evidentemente no hay desborde monetario, ni estamos al borde de la híper.

Pero si como todo esto no fuera suficiente, la realidad vuelve a mostrar que aquellos que anuncian desde siempre y hacia la perpetuidad la hiperinflación, se vuelven a equivocar. Los datos que anticipan el próximo índice de precios demuestran una fuerte desaceleración de estos, por los motivos que sean, pero el 45% de los precios monitoreados bajaron esta semana.

En síntesis, vemos que no hay motivos verdaderos para presagiar un futuro infernal, más que ocupar los titulares. Los análisis de los catastróficos de siempre están cargados de perversidad, desapego por los datos y el empirismo.