¿Default o no default? Si, en la segunda hipótesis, hubiera acuerdo con la mayoría de los acreedores para reprogramar plazos y montos, ¿cuáles serían las condiciones que el gobierno de Alberto Fernández y el Frente de Todos considerarían “sustentables”? Este dilema, junto con las consecuencias sociales y económicas de la pandemia, constituye el factor dominante de la grieta que divide, al gobierno y su amplia base de sustentación social, por una parte, y por la otra, a la coalición opositora que pugna por minar esa base de poder e imponer sus propias políticas de gestión de la crisis, que incluyen la duración de la cuarentena, el sostén económico de la industria y los servicios mientras dure la pandemia, la distribución de las ayudas fiscales y crediticias y la discrecionalidad empresaria para rebajar salarios y despedir y suspender trabajadores.

Esa pugna, que involucra a los bancos, la industria y el gran comercio, no es circunstancial sino prolegómeno de un asalto decisivo sobre los derechos laborales y sociales con que el capital pretende imponer su salida a la crisis en todo el planeta. Aquí, el generoso apoyo popular que beneficia al presidente Alberto Fernández parece protegerlo de los nutridos ataques de una oposición que, al menos por ahora, no alcanza a articularse como la coalición de poder que fue sostén y parte decisiva del gobierno anterior.

Los discursos y mensajes de la alianza Juntos por el Cambio y de las corporaciones económico-financieras, canalizadas a través de los conglomerados de comunicación, no descuida ningún frente: desde la supuesta o real agresividad de la propuesta de canje de la deuda pública y la falta de un plan económico que tranquilice a los inversores hasta los innumerables conflictos urdidos para mostrar las fisuras y desavenencias en el gobierno, el Frente de Todos, las provincias y las intendencias bonaerenses.

Y en otro orden, pero inscripta en la misma campaña destinada a pulsar el miedo colectivo, la sistemática agitación contra la liberación de presos que desbordan las cárceles, mientras los comentaristas televisivos buscan el modo de que las cifras fatales de la pandemia y su inevitable progresión se perciban como una culpa difusa del ministro de Salud y del gobierno en general, por más que las peores condiciones de cuidado de profesionales y población de riesgo sean lo cotidiano de la CABA, donde gobierna el PRO desde 2007, primero con Mauricio Macri y desde 2015 con Horacio Rodríguez Larreta.

En las conversaciones previas a la presentación de la oferta argentina de canje de la deuda pública, uno de los más destacados representantes de los acreedores, el mexicano Gerardo Rodríguez Regordosa, jefe de mercados emergentes del poderosos fondo de inversión Black Rock, le dijo al ministro Guzmán que quería ver sufrir a la Argentina y, de paso, aludió sin nombrarlo a Yanis Varoufakis, quien fuera ministro de finanzas de Grecia en 2015, durante la durísima renegociación de la deuda externa de ese país con la troika formada por la Comisión Europea (CE), el Banco Central Europeo (BCE) y el Fondo Monetario Internacional (FMI).

Esta evocación al economista griego no parece casual, y es coherente con las insolencias del mexicano, a las que el periodista que las reveló, Alejandro Bercovich, describió acertadamente como un apriete mafioso. El aciago acuerdo que la troika le impuso a Syriza, el partido de izquierda radical que había llegado al poder con un programa opuesto al brutal ajuste que terminó aceptando el presidente Alexis Tsipras, mostró el tremendo poder de los bancos, representados por el BCE, el FMI y el liderazgo europeo de Alemania y los países bajos en el seno de la UE. El mundo asistió azorado a una muestra de cómo el capital financiero, votado solo por sus accionistas, arrasaba con las expectativas democráticas y las esperanzas de vida y de trabajo de un pueblo entero.

Varoufakis estuvo en el centro de esa disputa entre su gobierno y la troika, cuando Syriza debió elegir entre irse de la UE o aceptar, como finalmente lo hizo, el mayor préstamo de la historia, que pasó inmediatamente a los bancos alemanes y franceses. El rescate estuvo condicionado a la aplicación de un monstruoso saldo primario positivo del 3,5 por ciento del PIB, destinado a pagar la enorme deuda pública griega, generado principalmente por las privatizaciones y por los ingresos de los trabajadores y sus familias.

Así fue como, siguiendo los dictados de los prestamistas, se fijó como objetivo principal “el regreso de Grecia a los mercados.” De ese triunfo cruel habrá pretendido vanagloriarse el machirulo mexicano frente a Guzmán al evocar al más tenaz de los negociadores griegos, que abandonó el gobierno cuando Grecia aceptó las condiciones que le impuso la troika.

Por esa mesa, seguramente, también habrá sobrevolado la memoria de los canjes de deuda logradas por Néstor Kirchner en 2005, con el 76 por ciento de los acreedores, y de Cristina Fernández de Kirchner en 2010, con el 92 por ciento. Algo que a Wall Street y al mundo financiero le dejó un sabor amargo y que jamás perdonaron, por más que el gobierno PRO-UCR decidiera años después pagar a los fondos buitres sin un solo reparo. Volviendo al presente, la prensa dominante alega que la oferta del gobierno es tacaña, y agrega como aporte propio que el gobierno no ha presentado ningún plan económico que indique cómo el país va a obtener los recursos para cumplir las obligaciones de deuda.

Así, si en el discurso del gobierno del Frente de Todos la sustentabilidad consiste en que el Estado no firmará un acuerdo que implique sacrificios sociales indecibles para pagar la deuda (“no se le puede cobrar a los muertos”, dijo Néstor Kirchner en una situación parecida), para los dueños del capital y las derechas políticas que lo expresan la garantía de pago es el regreso al programa clásico del neoliberalismo, con su carga de despojo e inequidad social. En cierto sentido, los analistas políticos que son voceros y propagandistas de los mercados financieros intentan encapsular la disputa por la deuda ignorando la catástrofe planetaria que ha hecho estallar todas las rutinas de la producción mundial de bienes y servicios.

La deuda mundial corporativa y de los estados ya es sideral y continúa ascendiendo, la amenaza inminente de interrupción de las cadenas de producción de alimentos presagia severas privaciones aún en los países de mayor desarrollo. La continuación de la pandemia, o una desaceleración lenta y prolongada, implica a la salida del confinamiento una inevitable crisis devaluatoria del capital, profundizando el colapso del componente ficticio del capital financiero que son los mercados de valores, algo que comenzó antes de la aparición del coronavirus y que aceleró la crisis sanitaria. La crisis de deuda de los países emergentes debe ubicarse en este contexto.

De ahí que el dilema de default o no default no es hoy cuestión de vida o muerte, y es inevitable subordinarlo a las variables sociales y humanitarias de una situación compleja. La amenaza de que si la Argentina no paga no obtendrá financiamiento por largo tiempo es tan incierta como cualquier otra alternativa. Lo saben ya deudores y acreedores.

Como señala Marco Bersani, uno de los fundadores de Attac, lo único cierto es que “la pandemia ha demostrado que no es posible producción económica alguna sin garantizar la reproducción social, tal como ha tratado de recordarnos siempre el movimiento feminista”. Y si la reproducción social significa cuidarse uno mismo, cuidar de los demás y del medio ambiente, hay que repensar precisamente en torno a estas cuestiones centrales el conjunto del modelo económico-social, edificando una sociedad del cuidado por contraposición a la economía de explotación y beneficio.