El asunto sacudió la quietud de la cuarentena. Y fue debidamente aprovechado por la prensa, que no dejó en el tintero ningún detalle del dramático episodio protagonizado en Quílmes por Jorge Adolfo Ríos, de 71 años: los tres asaltos consecutivos en su hogar durante la madrugada del 17 de julio, los vejámenes que en tales circunstancias padeció y su vertiginosa conversión de víctima a homicida, al perseguir y ejecutar a sangre fría al ladronzuelo Franco Moreyra, de 26 años –uno de sus cinco agresores– cuando este ya no representaba un peligro para él.

Lo cierto es que dicho episodio reactualizó el debate sobre la justicia por mano propia, un tema que apasiona de sobremanera al espíritu público.

La última vez que aquella cuestión estuvo al tope de las preocupaciones ciudadanas fue cuando saltó a la luz la figura del carnicero de Zárate, Daniel Oyarzún, recordado por su aporte metodológico en la materia, una innovación que bien podría denominarse: “embestida vehicular seguida de linchamiento”.

Para que ocurriera el linchamiento –tras perseguir y atropellar con su Peugeot 306 a un hampón en fuga–, su faena se vio completada por la súbita complicidad de un número no determinado de vecinos que descargaron una lluvia de golpes y patadas sobre la víctima, cuando, aplastado entre la trompa de la camioneta y un semáforo, agonizaba con el cuerpo roto por dentro.

Sin que aquella jauría fuera rozada por la ley, el carnicero fue absuelto a fines de 2018 en un juicio por jurados. Al año siguiente su hazaña le valió una candidatura a concejal de Zárate en las listas de Juntos por el Cambio (JxC).

Desde una perspectiva histórica, el precursor mundial de las ejecuciones civiles fue el célebre “Justiciero del Metro de Nueva York”. Influenciado –tal como lo confesaría después– por la película El vengador anónimo, donde Charles Bronson interpreta a un hombre, alicaído por el asesinato de su esposa, que  decide limpiar a balazos las calles de la Gran Manzana. Este individuo subió a un vagón en Manhattan para acribillar a cuatro jóvenes negros de porte sospechoso, ante la atónita mirada de 20 pasajeros. Corría la tarde del 22 de diciembre de 1984 y esa sombra letal acababa de adquirir estatura de mito. Su detención –ocho días más tarde– le aportaría rostro y apellido: se trataba de Bernhard Goetz, un ingeniero delgado, frágil y racista, que había sufrido un robo en 1981. El tipo fue condenado a sólo ocho meses de cárcel.

El primer émulo autóctono de Goetz tardó casi siete años en desatar su festín de plomo. Fue el ingeniero Horacio Santos, quien durante el ya remoto 16 de junio de 1990 persiguió en auto por el barrio de Devoto a dos pibes que le habían hurtado un pasacassette, hasta liquidarlos con cinco precisos balazos.

Lo curioso es que aquel no era un tiempo signado por una alarmante tasa de delitos sangrientos. Sin embargo, en el imaginario social ya aleteaba el buitre de la inseguridad.

Desde entonces el ejercicio de la justicia por mano propia se multiplicó con “vengadores” provenientes de todos los estratos sociales; desde remiseros a empresarios, pasando por jubilados y hasta jueces (como el finado Claudio Bonadio, quien en 2001 mató con seis tiros por la espalda a dos malhechores).

Pero la autoprotección armada es un hábito proclive a la mala praxis. Al respecto, basta recordar el infortunio del anciano coronel Norberto González, quien convivía con María de la Arena, ex esposa del famoso joyero Huber Ricciardi. Todo explotó durante la madrugada del 1º de enero de 1997, cuando la pareja regresaba al chalet que alquilaban en Punta del Este. Fue cuando el militar advirtió desde el jardín una luz en el living y una silueta detrás de la ventana. Casi por reflejo desenfundó su Browning. Y al ver cómo el presunto ladrón se caía al cabo del primer disparo, abrió la puerta de una patada, tal vez evocando algún operativo “antisubversivo”. Grande entonces fue su sorpresa al advertir que allí no yacía un malviviente muerto sino el nieto de su novia, José Ricciardi, de apenas 15 años. Desde ese día hasta la fecha las estadísticas registran unos 125 casos similares.

En estos días asombra la reflexión de Baby Etchecopar sobre el caso del jubilado de Quílmes: “No sé si yo me hubiese ido corriendo atrás del ladrón para liquidarlo en el piso”. Pero no dudó en reivindicar el sangriento episodio que en 2012 lo tuvo de protagonista, al que definió como un “duelo”.

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Le pudo pasar a cualquiera. Pero le sucedió a él. Y fue su popularidad, anudada a la amenazante incursión de tres asaltantes en su casa de San Isidro, lo que hizo de él un símbolo social, luego de que con su hijo adolescente se defendiera a tiro limpio. Uno de los intrusos murió de ocho balazos, el hijo recibió cuatro y Baby, tres. Entonces, la imprecisa “mayoría silenciosa” se puso en su lugar. Y teorizó sobre las ventajas y complicaciones de iniciar en una pequeña habitación un tiroteo entre cinco personas armadas. Un debate que podría haberse liquidado con la siguiente pregunta: ¿Acaso le gustaría a usted sufrir un asalto en compañía del señor Etchecopar?

Aún así, tal polémica persiste. Y se renueva en estudios de televisión, sobremesas y funerales. Porque andar “calzado” para evitar asaltos no parece ser un buen negocio, dada una dificultad de índole práctica: es casi imposible desenfundar, apuntar y disparar sobre alguien que lo tiene a uno encañonado. De hecho, el 77% de los homicidios en ocasión de robo se produce debido a la resistencia armada de la víctima. Una tendencia elocuente para una fuente inagotable de tragedias.

Llama la atención que el eterno debate sobre la justicia por mano propia omita este detalle. Y que a su vez la figura de “legítima defensa” sea aplicada a muertes causadas con armas de fuego cuando el agresor ya no representa un peligro y también a linchamientos de delincuentes sorprendidos en flagrancia (ambas modalidades suman un promedio de 91 muertes por año; una cada 96 horas). En consecuencia, lo que realmente la sociedad discute es la legitimidad de una Doctrina de la Seguridad Vecinal, cuyo corpus teórico se cifra en dos sencillos pilares: “Hay un Estado ausente” y “La gente está cansada”. Se trata de una polémica que –por el solo hecho de serlo– pone al descubierto el gen criminal del ciudadano común.