Para los latinoamericanos, el 11 de setiembre se recuerda el golpe de estado contra el gobierno democrático de Salvador Allende de 1973 y el inicio de una era de barbarie militar y de oscuridad para la democracia regional. En Estados Unidos el 11S rememora los atentados a las Torres Gemelas y el inicio de otro período de oscuridad democrática por la pérdida de derechos y garantías individuales a raíz de las Actas Patrióticas que el gobierno de George Bush aprovechó para instituir con el argumento del combate al terrorismo.

Los chilenos tienen ocasión de poner el último clavo en el ataúd del pinochetismo en un referéndum que sin dudas tendrá fuerte repercusión continental. Será el primer paso para terminar con la Constitución creada en dictadura para consolidar los privilegios de una casta que se benefició con el modelo neoliberal.

A diez días de la elección, el segundo debate presidencial en Estados Unidos mostró que esta vez Donald Trump y Joe Biden bajaron un cambio. Se tiraron con dardos envenenados, pero guardaron formas un tanto más civilizadas.

Entre el 1973 y el 2001 las sociedades latinoamericanas padecieron las políticas neoliberales más impiadosas. Con mayor o menor rigor, cada país intentó luego volver a la institucionalidad democrática. Pero a decir verdad, el neoliberalismo fue un corset del que los gobiernos no pudieron, no quisieron o no supieron como escapar.

En lo que va del siglo el partido viene disputado. Primero con Hugo Chávez en Venezuela, desde 1999, y luego con la retahíla de gobiernos “no alineados” en Brasil, Argentina, Uruguay, Bolivia, Ecuador, Paraguay. Y finalmente con el No al Alca de 2005 en Mar del Plata.

El triunfo de Barack Obama pareció un cambio de rumbo en un imperio debilitado por guerras sin fin en Asia. Pero pronto el primer presidente no blanco en la historia de EEUU demostró que era más de lo mismo con otra piel. Trump fue una manera de ir por otro camino. El inquilino de la Casa Blanca no es el rostro horrible de Estados Unidos, solo pone de manifiesto lo peor de ese país y no se avergüenza.

Desde 2015 el partido viene inclinado a favor de las derechas y de los sectores proestadounidenses. En algunos países por vía electoral, en otros por destituciones urdidas desde Washington -por la administración Obama- parecía que esos sectores se comían la cancha. Pero desde hace más de un año soplan otros vientos y el domingo pasado los bolivianos, como suelen hacer cada tanto, se plantaron y dijeron No al golpe.

Los padecimientos de América Latina este último lustro mucho tienen que ver con políticas digitadas por eso que Trump llama Estado Profundo. El aparato estatal que maneja las políticas a largo plazo del imperio más allá de quien se siente en el Salón Oval. Son esos sectores que pueden torcer rumbos presidenciales con un asesinato, como el 22N de 1963, o una destitución como el 9A de 1974.

El 3 de noviembre los estadounidenses someterán a plebiscito estos 4 años de Trump en la Casa Blanca. No es solo la gestión de un rico heredero caprichoso e impredecible lo que está en juego.

Para los ciudadanos políticamente correctos del mundo, Trump es casi una afrenta. pero a su manera fue exitoso. Si bien no pudo sacar del poder a Nicolás Maduro, como viene intentando el Departamento de Estado desde la era Obama, logró extender esa

ideología peligrosamente extrema en algunos discípulos de la región, como el brasileño Jair Bolsonaro. Lo intentó con los golpistas bolivianos, y algunos acólitos locales siguen el programa político de llamar al Covid-19 “virus chino”, de rechazar el barbijo y la cuarentena a nombre de la libertad y de romper con los tabúes de las buenas maneras. Y fundamentalmente en la práctica del bullying por sobre el argumento como mecanismo esencial en la lucha política.

En España el acólito más leal de Trump es el líder de Vox, el partido franquista, que forzó una moción de censura para voltear al gobierno de coalición de Pedro Sánchez y Pablo Iglesias.

“Tenemos que reconstruir a nuestro país como era antes de la plaga de China”, espetó Trump en el debate del jueves. Luego insistió en que si gana Biden, el país avanzará hacia el socialismo.

En el discurso ante el congreso, Santiago Abascal acusó a la coalición gobernante de estar aliados con el partido comunista de China, país al que, por otro lado, culpa por la pandemia. No logró más que votos que los propios. La derecha tradicional prefirió, en esta, mantener los pies dentro del plato. Pero la pelota sigue rodando.