Es prácticamente imposible encontrar a un venezolano que apruebe el atentado contra Nicolás Maduro, con la excepción de los sectores más radicales de la derecha. Esto no significa que esa inmensa mayoría que rechaza el magnicidio apoye al actual presidente. Habrá quienes lo adversen, también quienes sean más o menos críticos con su gestión y aquellos que lo secunden sin fisuras. Pero a todos ellos los une un mínimo común denominador: el respeto irrestricto de los usos democráticos y el repudio frontal a la violencia como forma de dirimir las diferencias.

En el inconsciente colectivo del país aún pesan los episodios de desestabilización callejera de 2014 y 2017, que se saldaron con más de 200 personas asesinadas. El relato mediático internacional que asimila todos los muertos a jóvenes rebeldes abatidos por la policía no se sostiene de puertas para adentro. En lo interno, todo el mundo sabe que hubo víctimas de la actuación policial pero también numerosos agentes fallecidos, personas quemadas vivas por ser chavistas –o parecerlo, de acuerdo a un estereotipo clasista y racista que asimila chavista a pobre y mestizo–, motoristas degollados por los alambres que se tendían de lado a lado de la calle, conductores tiroteados cuando se disponían a retirar una barricada o caídos por las balas de francotiradores. Los altercados se diluyeron entre el alivio general y un rechazo que las encuestas situaban por encima del 80 por ciento.

Sucede además que Venezuela no entiende otra vía que no sea la electoral a la hora de poner o quitar presidentes. No en vano, lleva 60 años ininterrumpidos eligiendo a sus mandatarios, algo de lo que muy pocos países de América Latina pueden presumir. Cuando esta continuidad democrática se trató de quebrar en el golpe de Estado de 2002, el pueblo salió en masa a la calle y restituyó a Hugo Chávez a su cargo electo. El pasado 20 de mayo, ese mismo pueblo votó y decidió que Nicolás Maduro fuera su presidente para el período 2018-2024. Ese mandato de las urnas es un imperativo categórico también para quienes votaron por otros candidatos o se abstuvieron. Nadie va a admitir que la voluntad libremente expresada por la soberanía nacional no sea respetada.

Sorprende la tibieza e incluso el silencio de muchas cancillerías ante lo que constituye un delito y una flagrante violación de las más elementales normas del juego político. Se evidencia una vez más la existencia de una doble vara de medir. Sólo así se explica que comunicadores de gran difusión celebren el atentado, afirmen que estaban al corriente, que conocían a sus autores y que el gobierno de los Estados Unidos prestó ayuda logística. Sólo estas declaraciones ameritarían una investigación judicial, máxime cuando se imputa la comisión de un delito a las autoridades estadounidenses. Hubo un tiempo en el que habría sido imposible jalear en la televisión el asesinato de presidentes electos. Hoy parece que todo vale, especialmente con países como Venezuela. Bajo el pretexto de salvaguardar la democracia se incurre en comportamientos rotundamente antidemocráticos. «