Aquí están pasando cosas raras. Nos hemos acostumbrado tanto a vivir en el absurdo que nadie parece percatarse de que estamos dentro de una obra de Ionesco.

Los ejemplos sobran. Si es que en algún momento los medios de comunicación informaban lo que pasaba en la realidad, ahora son ellos los que la crean. Sí la Constitución indicaba que todo ciudadano es inocente hasta que se demuestre lo contrario, ahora son también los medios los que determinan que hay ciudadanos que son culpables incluso si se demuestra lo contrario. Si antes la riqueza se consideraba una suerte, ahora un economista pregunta a cámara sin ponerse colorado: “¿Qué culpa tiene alguien que tiene la desgracia de ser rico como para tener que pagar una contribución solidaria en tiempos de pandemia.”

Pero hay ejemplos aún peores. Si antes bastaba con presentar un documento para probar nuestra identidad, ahora es preciso comprobar ante los invisibles policías de la virtualidad que uno no es un robot. Lo más graves es quien pide esa comprobación absurda es un robot al que su condición de tal no parece importarle en lo más mínimo, mientras la nuestra, de ser realmente un robot, parece conllevar algún delito. Cada vez que llamamos a un banco para aclarar una duda, nos atiende una voz robótica que nos da a elegir en un extenso menú de posibilidades cuál de ellas se corresponde con la pregunta o el trámite que queremos hacer. Por lo general, entre esas opciones no figura casi nunca la que necesitamos y, a diferencia de lo que les sucede a los robots, que pueden exigirnos acreditar nuestra condición de humanos, nosotros no tenemos la posibilidad de exigirles hablar con alguien de carne y hueso que no tenga un menú fijo en su tabla de opciones.

El problema se torna aún más grave cuando no acertamos a repetir los números deformados que el robot nos presenta para que demos prueba de humanidad. Luego de varios intentos fallidos, a la frustración se suma una duda cruel: ¿y si realmente fuéramos un robot?, ¿y si ese dolor de rodillas que supusimos consecuencia de la artrosis fuera, en cambio, producto del óxido? Claro que un robot competitivo con forma humanoide y la inteligencia artificial suficiente podría minimizar esta última duda respondiendo que los robots más viejos padecen una rigidez intrínseca igual que El hombre de lata de El mago de Oz, pero que no viven quejándose como los seres humanos. Pero eso no ha sucedido hasta el momento. Además bien dicen que “mal de muchos, consuelo de tontos”. Lo cierto es que a nadie le gusta pensar que es un robot y para aliviar la angustia prefiere creer que lo que sucede es que no acierta con el número capaz de certificar su humanidad porque para la computación es de madera. Por lo tanto, confía en la aparición de algún Geppetto capaz de darle vida a un tablón como lo hizo con Pinocho.  

Desde sus torpes comienzos la robótica generó angustia. ¿Quién que tenga unos años no se sorprendió la primera vez que, luego de marcar un número telefónico, escuchó una voz de ultratumba que le decía: “El destino que intenta alcanzar está congestionado” y no se preguntó si esa afirmación metafísica no significaba que había muerto y estaba haciendo la fila en las puertas del Infierno, porque seguramente en el Paraíso habría muchos vacantes y no se producirían amontonamientos.

Las entidades bancarias siempre han sido crueles, pero la tecnología ha perfeccionado y refinado su crueldad. Desde siempre se les ha pedido a los viejos que certifiquen que no están muertos a la hora de cobrar la jubilación, si no podían llegar hasta la ventanilla del banco y debía hacerlo por ellos un familiar. En esos tiempos primitivos no se apretaban teclas, el sistema era a botón. Alguien debía llegar hasta la comisaría del barrio y pedir que un policía fuera hasta el domicilio del anciano postrado y comprobara que estaba vivo. Hoy, antes de que el Gobierno suspendiera la prueba de vida hasta nuevo aviso en virtud de la pandemia, el anciano debía hacer una compra que no fuera telefónica con la tarjeta de débito de la cuenta en la que se l e depositaba jubilación. El sistema es cruel, pero coherente. En la sociedad capitalista la compra es una prueba de vida irrefutable.

Sin embargo, hay otras formas más sofisticadas. Existe una aplicación que le permite al anciano demostrar que está vivo sin salir de casa. Le basta con tomarse una foto con la camarita del celular y luego volver a tomarse otra parpadeando. Aunque muy actual, el origen de esta aplicación viene de tiempos lejanos, cuando fotografiar a los muertos era una práctica común que no se consideraba morbosa. Una prueba de esta costumbre es la célebre foto de Sarmiento muerto tomada el 11 de septiembre de 1888, unas horas después de su partida. La escena, de carácter teatral montada por sus allegados, lo muestra sentado en su silla de siempre mirando fijamente la eternidad. De ahí que la aplicación hoy exija el parpadeo como prueba de vida.

Está dentro del campo de la lógica demostrar un teorema, demostrar una teoría científica, demostrar la inocencia o la culpabilidad de alguien. Pero demostrar que uno no es un robot y, además, demostrar por medio de una aplicación que uno está vivo parece un abuso de la tecnología. Desde hace dos años en algunos países europeos se estudia la regulación de los derechos de las “personas electrónicas”. ¿No sería hora de regular con mayor equidad los derechos de las personas de carne y hueso?